El capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura del hombre unidimensional. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, sometido a lo que manda la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil. Débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, fanático de los deportes y los estadios, devoto del dinero y partidario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas pequeñas, tonto, necio, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, sin memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y con algunos rasgos de la manera de ser que define un fascismo ordinario. Constituye un socio ideal para cumplir su papel en el vasto teatro del mercado nacional, y luego mundial. Este es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se alaban actualmente. (Michel Onfray)


sábado, 1 de mayo de 2021

TRADUCCIÓN AL CASTELLANO DE «UNA RESURRECCIÓ A PARÍS» (1908), DE DIEGO RUIZ (2021)


DIEGO RUIZ, EL «MÉDICO FILÓSOFO»

Diego Ruiz Rodríguez (Málaga, 1881 - Toulouse, 1959) —filósofo, escritor, psiquiatra, revolucionario… y pícaro fantasioso en algunas ocasiones— es un personaje algo olvidado que disfrutó de cierta fama como prometedora figura del pensamiento hispano, pero también como perpetrador de pequeños escándalos que le convirtieron en el héroe de algunas leyendas urbanas barcelonesas e, incluso, en el protagonista antiheroico de la novela Jo! Memòries d’un metge filòsof (1925) de Prudenci Bertrana.

Diego Ruiz se trasladó a Barcelona en 1894, donde residía su tío Rafael Rodríguez Méndez —prestigioso catedrático y rector de la Universidad de Barcelona entre 1903 y 1905—, y como él estudió medicina. En 1902, al terminar, aparentemente, la carrera, se desplazó a Bolonia, becado para doctorarse en la especialidad de Psiquiatría. He dicho aparentemente porque, si se consulta su expediente universitario, se puede comprobar que, a pesar de tener unas notas excelentes, no llegó a cursar el último año de la carrera. Aparte de esto, parece que en Bolonia tampoco acabó el doctorado... si es que llegó a empezarlo.

Diego Ruiz, durante su segunda estancia en Cataluña, entre 1905 y 1913 —además de realizar cientos de conferencias y de escribir numerosas colaboraciones en todo tipo de publicaciones culturales hasta convertirse en un personaje de renombre—, escribió en castellano y catalán diversos libros de contenido filosófico —y de difícil comprensión— como, por ejemplo, Genealogía de los símbolos. Principios de una ciencia deductiva (1905), Llull, maestro de definiciones: nueva disertación sobre los principios del método en la historia de los sistemas (1906), Jesús como voluntad: dialéctica de la creencia cristiana (1906), Teoría del  acto entusiasta (Bases de la ética) (1906) y De l'entusiasme com a principi de tota moral futura: preparació a l'estudi de l'estètica (1907); un par de libros de cuentos, Contes d'un filòsof (1908) y Contes de glòria i d'infern, seguits dels diàlegs i màximes del Super-Crist (1911) y un libro de carácter programático de orientación modernista, escrito supuestamente para guiar la formación política y cultural de unas nuevas élites conductoras de la nación catalana, Del poeta civil i del cavaller (1908).

Sin embargo, al mismo tiempo que desarrollaba esa trayectoria fulgurante, su comportamiento conflictivo y su agresividad discursiva le iban cerrando puertas y creando enemistades.

La buena fortuna de Diego Ruiz concluyó de manera definitiva por una conjunción de factores relacionados con su nombramiento como administrador y director médico del Manicomio de Salt en junio de 1909. En primer lugar, nada más tomar posesión del cargo, aplicó tratamientos psiquiátricos innovadores que incluían un régimen abierto de entradas y salidas para los pacientes que provocó inquietud social; y, además, realizó de manera pública una dura denuncia de las condiciones misérrimas en las que habían vivido hasta entonces. En 1910, escandalizó a las clases acomodadas gerundenses con la publicación del libro La locura de Álvarez de Castro. Ensayo sobre la psicología patológica de un episodio heroico (1910), coescrito con Prudenci Bertrana. Por último, parece ser que se descubrió la impostura de su titulación médica y en julio de 1912 hubo de renunciar al cargo de director del Manicomio, que ejercía indebidamente.

Durante los meses siguientes, rechazado por los novecentistas y distanciado de algunos de los modernistas más interesantes, malvivió de manera bohemia hasta que, en 1913, tras una breve estancia en Francia y Suiza, decide abandonar Cataluña e instalarse en Italia.

En ese país formará parte de un grupo semisecreto, revolucionario y anticolonialista, el Klastos Club. Si hay que creer en los datos biográficos suministrados por él mismo —casi siempre sospechosos de contener exageraciones y medias verdades—, en función de esa militancia realizó algunas largas estancias en Egipto y Palestina entre 1925 y 1928. También encabezó un grupo de estetas, gli eternisti, vinculado al anterior, al que también pertenecía el misterioso poeta Abel Gudra (¿personaje misterioso o heterónimo del propio Diego Ruiz?), de quien se dice que influyó en la radicalización andalucista de Blas Infante.

Durante ese largo periodo —y esto sí que es innegable— publicó bastantes libros y opúsculos en italiano, francés y alemán. Filosóficos como Das Ueberwirbeltier. Praeludien einer Philosophie als Kosmogonie (1913), Die Welt ein symbol (1914), Kosmogonischer Dialog (1914), Prima prove di un principio nuovo sulla natura del Tempo come propedeutica alla dottrina del Ritmo (1921), Contro Chopin: Impromptu de un filosofo dell'entusiasmo contro ogni possibile ritorno del «Primitivo» (1921), La musicalità di Eschilo e l'enigma artistico del «Prometeo incatenato» (1921)… y de crítica política y social como L'anima di Ferrer. Conferenza tenuta a Ravenna (1914), La guerra d'oggi considerata come una delle belle arti (1914) y Dio mendicante: il grido della insurrezione indiana (1930)…

A pesar de su personalidad extravagante, no se debe menospreciar la valía intelectual de algunas de sus obras. Diego Ruiz poseía una cultura amplia y estaba siempre al día en diversas disciplinas científicas y humanísticas; por ejemplo, para centrarnos en su ámbito profesional, era conocedor de la obra de Freud a principios de siglo y de la de Reich en la década de 1930. Sin embargo, creo que el importante pensador italoargentino José Ingenieros, en su libro La cultura filosófica en España (1916), definió de manera acertada su trayectoria: «Ruiz, que había comenzado por donde pocos terminan, parece terminar por donde muchos comienzan. El bello decir, original y dionisíaco, priva ahora sobre el grave pensar; y en vez de escribir obras de filósofo ha creído más sencillo anunciarse como filósofo antes que escribirlas».

En 1931, procedente de Francia, después de ser expulsado de Italia, Diego Ruiz retornó a Barcelona. Abandonada ya su actividad puramente filosófica, siguió ampliando y difundiendo el ideario que había concretado en Del poeta civil i del cavaller, se manifestó como un defensor acérrimo del retorno a una cultura y un pensamiento de raíces iberosemitas, tarea que ya había iniciado durante sus años italianos, y, de manera paralela, se aproximó al movimiento libertario y colaboró en publicaciones como Solidaridad Obrera, Catalunya, Tierra y Libertad y Umbral.

Continuó publicando libros de crítica política y social como El crim dels Reis Catòlics i la fi de la missió de Castella (1931), Represión mental en Alemania. Piezas de convicción para un juicio sobre el Nazismo y la cuestión judía (1933), El Duce contra el Negus: análisis científico de un sangriento conflicto (1935), Vacunar es asesinar. Dejarse vacunar, suicidarse (1935) y La Química contra la humanidad: la verdad a mi pueblo sobre la falacia de la defensa pasiva contra los gases (1937), entre otros, todos bastante panfletarios —redactados con frecuencia como si se tratara de la transcripción de una arenga— y de escaso interés intelectual, pese a lo que pudieran apuntar sus títulos, siempre sugerentes. Y, ¡cómo no!, siguió protagonizando nuevos episodios singulares que iban renovando e incrementando su fama de personaje excéntrico.

El 1939 se exilió en Francia —residiendo en Toulouse y Biarritz— donde todavía publicaría alguna obra y seguiría sumando activos a su trayectoria de anécdotas estrambóticas y escandalosas como la de aceptar dar una charla en una peña taurina para espetarles que «el único personaje digno y respetable de la fiesta es el animal».

Sin duda, Diego Ruiz sufrió desde muy joven algún tipo de desequilibrio emocional que se exteriorizaba con una intensificación exponencial de su comportamiento megalomaníaco y en la estructura ideofugitiva de buena parte de sus manifestaciones discursivas; unos rasgos que, sin embargo, también le conferían, por lo visto, una capacidad de seducción asombrosa, tanto entre políticos, escritores, filósofos y editores… como, pese a una proverbial falta de higiene, entre bastantes mujeres jóvenes y hermosas.

¿Una mente brillante perdida en el laberinto de un trastorno psíquico? ¿Un pensador interesante obscurecido por las peripecias de una vida desordenada y devenido en embaucador? No seré yo quien emita un diagnóstico.

Jorge F. Fernández Figueras





UNA RESURRECCIÓN EN PARÍS 

A Eugenio d'Ors 

¿Vosotros creéis que, cuando los muertos son cadáveres para nosotros, son cadáveres también para ellos mismos? No hablo aquí de la muerte aparente: hablo de la muerte controlada, de la muerte científica, de la carne que se pudre sin remedio, de la carne que no respira ni vive; de los ojos impasibles y de los corazones parados para siempre. La muerte de la papeleta de defunción del médico, la muerte realidad y no simulacro. Así pues, ¿os parece que cuando un hombre es cadáver para nosotros, los de fuera, es también cadáver visto desde dentro? Considerad que os hablo exactamente de un «dentro» al que no llegaréis ni con el escalpelo ni con el microscopio: pues con el escalpelo y el microscopio seguiréis encontrando la muerte, ¡siempre la muerte!... El hecho que me empuja a hacer estas reflexiones, estas preguntas a las que —oh, no os equivoquéis— sé de sobras que no se contestará nunca, vosotros mismos lo podréis juzgar ahora. Por mi parte, dejaré hablar a la Verdad. Puedo contar estas cosas breve y tranquilamente, puesto que ya hace más de tres años que las vi. Superada la emoción, ahora solo tengo el deseo de una explicación: vano deseo, loco deseo...

Las piernas laceradas surgían lastimosas entre las desgarradas ropas de hospital... Aquel desdichado Monsieur Paul lanzó una última mirada destellante al cielo de noviembre y murió un atardecer en medio de una de aquellas tormentas de miseria y dolores… Aquella pequeña tragedia —¡una más!— quedó convenientemente envuelta toda la noche, todas las horas de la fría noche de noviembre, en una mortaja que ninguna mano tocó hasta la llegada del gran Raymond. El gran Raymond —permitidme afirmarlo— es el prestigio más sólido de la Salpêtrière. Debo hacerle justicia. A su lado he aprendido misterios inolvidables...

Cuando el gran Raymond llegó hasta el cadáver, fija la mirada en el pecho ennegrecido de Monsieur Paul, se le marcó una arruga en la frente y otra en los labios, y pronunció estas palabras proféticas:

—Que este cadáver sirva para nuestras investigaciones...

Comprobada su muerte, Monsieur Paul pertenecía aún a la Ciencia.

El gran Raymond le hizo trasladar, ordenó que quedara tendido sobre el mármol de la mesa de los sacrificios, y, dirigiéndose tan pronto al fallecido como a nosotros, correcta, tranquilamente, pronunció su pequeño discurso:

—No es una autopsia, señores, lo que yo me propongo hacer ahora, sino una resurrección. No cabe duda que estamos ante una muerte, pero no de una muerte aparente, sino de una muerte real. La resurrección que intento, así pues, no es ningún escamoteo: eso sería indigno de un discípulo de Charcot. Soy, sencillamente, uno de tantos experimentadores que creen en el efecto de las emociones sobre los cadáveres, sobre el corazón de los cadáveres…

Aquel lenguaje no era el habitual en el gran Raymond. Diagnosticaba, recetaba, pronosticaba el proceso de una parálisis o de una demencia...; sin embargo, nunca había intentado resucitar a alguien.

Nuestro interés era tan grande al escuchar aquellas palabras como imperturbable era la sincera tranquilidad con las que se pronunciaron.

El gran Raymond continuó, y se dirigía tan pronto al cadáver como a nosotros:

—Yo podría hacer retroceder la Muerte en estos momentos, si tuviera un medio lo bastante intenso para conseguir esa gran victoria... Pero todos los medios físicos y químicos, los únicos de los que disponemos hasta ahora, son inferiores al Enemigo. ¿Electricidad? La Muerte es más dura. ¿Ácidos y venenos? La Muerte es más dura. ¿Cortes y fuego? La Muerte es más dura... Se trata de crear un medio, un Instrumento, y de utilizarlo con destreza, con astucia. He pensado, señores, que este instrumento me lo podía fabricar yo mismo a mi gusto, y he esperado este día para hacer mis pruebas...

El silencio que en ese momento reinaba entre nosotros era impresionante. Comprendí aquella mañana que un hombre que se llamaba Jesús se hubiera ganado los corazones y las voluntades con esperanzas y promesas. Aquella seguridad con que el gran Raymond proponía una resurrección, y discutía los medios, estaba por encima de todo lo que yo había aprendido y de todo lo que me parecía que podría aprender.

El botón rojo en la redingote, el gesto amplio, nobilísimo, venerable, el gran Raymond concluyó así:

—Durante los dos años que este pobre ha estado en nuestra clínica, me he preocupado de forjar continuamente, diariamente, el instrumento destinado a ser utilizado un día. Este instrumento ha sido una «pasión». Yo he cultivado esa pasión en el corazón que ya no late, he creído arraigarla, he querido enraizársela; estoy seguro de haberla arraigada. Recuerden, señores, mi conducta para con este desgraciado Monsieur Paul. Yo he advertido en él un sistema nervioso sensibilísimo. Cuando os hablaba, a propósito de él, de desequilibrio, pensaba en el desequilibrio superlativo... Era un perturbado por las lecturas, un romántico, un genio de distrito, «el mejor poeta de su calle». Era un demente, y lo que se llama «un gran corazón». Emocionable, hasta el punto que habéis visto en nuestras sesiones de hipnotismo, que no habréis olvidado; rozando siempre el delirio; llorando y riendo sin motivos razonables. Ninguna relación entre sus sentidos y sus nervios; ninguna proporcionalidad entre el excitante y la respuesta al excitante... De todas estas condiciones yo he querido, yo debía, aprovecharme, y me he aprovechado, como verán. Recuerden mi procedimiento, se lo ruego. ¿Qué he hecho? He sido un experimentador que, en más amplia esfera, he reproducido un fenómeno diario: un enamoramiento. Han visto, señores, como he provocado un amor en condiciones infalibles de castidad y de pureza. Sabía que una de nuestras histéricas, una de nuestras enfermas, puesta en relación con este desgraciado Monsieur Paul, provocaría una tormenta romántica en el corazón del que hoy, para nosotros, es un cadáver. No podía retroceder ante sentimentalismos que otro fisiólogo, más escrupuloso si se quiere, habría respetado. Mi deber, en estas circunstancias, era fabricarme un instrumento más duro que la Muerte para poder usarlo el día que conviniera con más provecho que la Electricidad y que los Ácidos, que el Escalpelo y que el Fuego. A mí me hacía falta una Pasión fuerte, profunda, con la que pudiera, el día de mañana, provocar una Emoción sobre los nervios de este cadáver. Han asistido, señores, al desarrollo de ese afecto purísimo, y nada ridículo para nosotros —atentos solo a los intereses de la Verdad y de la Ciencia—, entre Monsieur Paul y la mujer que dentro de un momento se presentará ante ustedes y ante su amado. Los poemas y las cartas cruzadas, los detalles de este romance científico, provocado por nosotros, les son familiares. Solo hoy, no obstante, sabéis la razón de aquellas cosas que quizás habéis sentido la tentación alguna vez de creer un tanto triviales. A mí me hacía falta, finalmente, una pasión casta, pura, nutrida continuamente por «el Ideal»; me hacía falta, en una palabra, un deseo no satisfecho, un deseo prolongado más allá de la Muerte... Yo haré que venga la mujer que ha cuidado continuamente a Monsieur Paul, la que cerró sus ojos y que recogió el último aliento de sus labios. En ella reside todo el secreto de nuestra resurrección...

Y el gran Raymond se hizo obedecer. Vimos la figura, familiar para nosotros, de la «científica» prometida del pobre Monsieur Paul. Con un gesto categórico, el gran Raymond detuvo la natural expansión de los sentimientos de intensa ternura de la enamorada.

La tomó de la mano y, con la voz dura del hipnotizador, la hizo acercarse al rígido cadáver. El gran Raymond le dijo enérgicamente:

—Míralo, aquí está tu amigo, tu tesoro. Está muerto, pero volverá a la vida si tú lo llamas con dulzura. Aquí, en este oído, di: «Monsieur Paul, Paul, Monsieur Paul…».

Así lo llamó; ¡pero lloraba! Nunca sentiré más ternura, más amor en una voz de mujer. Tres veces me hicieron estremecer aquellos llantos, aquella desesperada contención, aquel miedo que no llegaba a manifestarse, aquella castidad, aquella pureza, aquel inmenso deseo no satisfecho…

El gran Raymond ya lo había dispuesto todo para su experiencia. Sobre el pecho ennegrecido del fallecido, un cardiógrafo registraba, en el papel negro de humo de un cilindro de Marey, los más pequeños movimientos. Cuando se escuchó la última voz, en medio de los llantos de la loca —¡sí, yo lo vi! —, rígido, blanco, integérrimo, el cardiógrafo trazó en el papel negro un signo que ninguna mano habría podido apreciar, por habituada que estuviera a tomar el pulso. Y, sonriente, el gran Raymond, vuelto hacia nosotros, nos mostró aquel signo:

—El corazón ha latido un momento. Por un momento hemos operado una resurrección...

Diego Ruiz


Contes d’un filosoph (Biblioteca «Joventut», Barcelona, 1908)

Traducción de Jorge F. Fernández Figueras

Esbozo biográfico del autor y traducción del cuento publicados en Ulthar. 

Revista de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror, febrero de 2021