(Francis Bret Harte hacia 1868) |
Francis Bret Harte, sin duda, ocupa en el corazón de sus lectores un lugar proporcionalmente inverso al que se le concede en las páginas de los manuales de historiografía literaria. No resulta fácil olvidar la dulce muerte de Kentuck, el rudo y sentimental minero del campamento de Roaring; ni la del noble John Oakhurst, tahúr y filósofo; o la decisión hermosísima de Miggles, la propietaria del Polka Saloon.
Francis Brett Hart (verdadero nombre del autor) nació en Albany, la histórica capital del estado de Nueva York, el año 1839, pero en 1845 su familia se instalaría en el cercano municipio de Brooklyn, una importante zona residencial e industrial, dotada con abundantes instituciones de enseñanza superior. La temprana muerte de su padre, profesor de griego, le alejó de las aulas a la edad de nueve años, obligándole a trabajar en el despacho de un abogado; pero, aunque su escolarización quedase truncada, el ambiente familiar le había inculcado el amor a la lectura y ya a los once años vio publicados algunos de sus poemas.
En 1854, siguiendo la popular ruta de los buscadores de oro que atravesaba Panamá, emprende la emigración hacia San Francisco, donde ya residían su madre y un hermano mayor desde hacía un año, buscando también la fortuna en esa ciudad trepidante y en expansión.
Una vez en California, se instala en el condado de Calaveras y busca la forma de ganar su sustento ejerciendo diversos oficios: brevemente el de minero, después maestro en un villorrio, jinete mensajero en rutas frecuentadas por salteadores de caminos, recaudador de impuestos, ayudante de un químico farmacéutico y, por último, el de director de un semanario, el Northern California. Quizá, de manera sorprendente, este último empleo resultaría ser el más peligroso entre todos: tras criticar de forma reiterada la costumbre local de matar indios y mejicanos, estuvo a punto de conseguir ser el mismo la víctima de un linchamiento ya que, al parecer, un editorial con su firma, referido a una reciente masacre perpetrada contra un grupo de nativos, colmó el vaso de la paciencia de sus conciudadanos. Seguramente para evitar que le sucedieran nuevos contratiempos de este tipo, los propietarios de periódico, humanitariamente, decidieron despedirle de su empleo.
Sin embargo, a su regreso forzado a San Francisco, hacia el año 1860, llevaba junto a su escaso equipaje la memoria de unas vivencias sobre las que, entre 1868 y 1870, escribiría los relatos que fundamentaron su fama literaria. Esta no se debió pues ni a los poemas de su primer libro, publicado en 1967, ni a los pastiches de Charles Dickens, Charlotte Brontë o Victor Hugo que contenía en segundo, ni tampoco a ninguno de los otros cuarenta volúmenes que publicaría posteriormente, sino a los relatos llenos de «color local» que, después de ser publicados en el Overland Monthly, recogió en un libro, en 1870, bajo el título genérico de The Luck of Roaring Camp and Other Sketches.
Algunos críticos destacan la pericia de su autor para crear imágenes de tal intensidad que perdurarán imborrables en la conciencia de los lectores, tras haber concretado estos —copartícipes de la experiencia literaria— ciertos rasgos y perfiles con elementos aportados por su propia imaginación. Otros se admiran ante su habilidad para transcribir la riqueza idiomática y dialectal de los diversos componentes de aquella sociedad: hispanos, chinos o mineros; incultos o más o menos cultivados. Los más severos advierten el trabajo de orfebrería de un escritor riguroso y exigente que busca siempre la palabra justa y el ritmo fluido en su prosa.
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