Fotografía realizada por Tayfun Eker |
Al alba inicié el ascenso. Fue hermoso el
trayecto. Poco a poco la luz se hizo más y más intensa y comenzaron a oírse los
cantos de los pájaros y la vegetación que me rodeaba se volvió brillante y diversa de colores, y
la brisa esparció los aromas que exhalaban los árboles y la tierra mojada.
El sol de mediodía licuó la escarcha de las
umbrías y secó mi ropa empapada de rocío.
Arriba, arriba, con el viento, había que
subir hasta la cumbre, hasta alcanzar la altura en que la luz es más transparente
y donde ojos alcanzan a vislumbrar el mar allí en la lejanía, más allá de
montes, colinas, valles, llanos, ríos, pueblos, ciudades…
El viento como un surtidor ciclópeo y mágico me
dio alas y al llegar al apogeo me elevé por los aires, sobre la cima, arriba,
arriba, subiendo, flotando, remontando el vuelo, temblando de gozo, meciéndome
en su seno, alucinado...
Al despertar, fue largo y monótono el
regreso, y tantas veces me perdí o me detuve impotente en las encrucijadas o añoré
la quimera. Sin embargo, al fin las experiencias me devolvieron a mi naturaleza
y esta me condujo hacia la senda clara de la virtud: amor, reflexión, voluntad,
mesura.
Ahora reposo junto al fuego del hogar, la
estancia repleta ya de sombras temblorosas. Anochece. Mis ojos tienen la mirada
perdida, pero en mi mente fluyen lentamente una tras otras las imágenes del
viaje y los senderos que recorrí en otros tiempos. Las recuerdo con ternura.
Ahora aún escucho crepitar las brasas
mortecinas, pero dentro de poco serán cenizas tibias. Y cuando se apague la
memoria, entonces… entonces mis ojos se cerraran y me dispondré a desvanecerme
con placidez, disuelto en la tiniebla del tiempo.
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