Fotografía realizada por Alex Robertson |
A veces me despierto y el día es
resplandeciente, y a mis pies, en el llano, un viento templado mece las mieses
y las ondula como las aguas de un mar dorado y plácido.
En la lejanía se divisan casitas de piedra,
engastadas sobre extensos prados. El humo gris de las chimeneas asciende alegre
y flota sobre sus tejados hasta que una brisa repentina los difumina con
placidez, sutilmente.
Esa misma brisa se entrelaza con todos los
sonidos del valle y me los ofrece como un cántico de extraña armonía.
El día es resplandeciente, sí, y en el
horizonte, el cielo es tan azul que comienza a purpurearse.
Y justo cuando empiezo a pensar: «Si bajo
hasta ahí, tal vez encuentre la calma precisa para meditar sobre todo cuando me
ha sucedido en el transcurso de mi vida, y perdonar a quienes me dañaron y olvidar las ofensas que sufrí en silencio, y
perdonarme también por todo el daño causado. Si bajo hasta ahí, tal vez consiga
iniciarme en el arte de bien morir…», justo entonces, me encuentro de nuevo
caminando en sueños por el bosque.
El bosque silencioso. Árboles sin hojas, sin
ramas, sin copas. Sus troncos vítreos ascienden hasta un cielo de acero, sin
estrellas, petrificado.
Sombra, sin voz, camino. No puedo detenerme
pese al cansancio.
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