Después volar unos cuantos puentes de la carretera de Portbou para
facilitar la retirada de las tropas repúblicanas, mi padre se encontró en una plaza de Cerbère, en medio de una
absoluta confusión.
Explicaba que, en la obscuridad, envuelto de una masa de soldados
aturdidos que se agitaba en todas direcciones, le pareció reconocer entre el
griterío una voz enérgica de mando.
Incrédulo gritó: «¡Pedro
Prado, comandante Pedro Prado! ¿Se encuentra aquí el comandante Pedro Prado?». Eso le ahorró ser confinado en un campo de
concentración —como tantos y tantos compañeros—, aquella misma noche viajó
acurrucado en un automóvil del cuerpo diplomático hasta París.
Le acogió en Melún, una familia de judios comunistas, buenos amigos de
la secretaria del tío Pedro. Renunció a desplazarse hasta Rusia, lo sé con
seguridad, se instaló allí, encontró trabajo y quizá albergó la idea de
instalarse allí para siempre, pero después de unos pocos meses de relativa
tranquilidad tuvo que emprender
de nuevo la retirada a causa de la ocupación.
Lo que dejó tras de sí, lo que hizo fugitivo y errante por tierras
francesas y lo que le sucedió después de volver a cruzar la frontera son
historias, largas historias, que ahora no vienen al caso.
El hecho que a mí me afecta se inicia cuando un domingo de agosto a principios
de los sesenta llamaron a la puerta de casa y al abrirla nos encontramos con
una pareja francesa, acompañada por un niño algo menor que yo.
La sorpresa y alegría de mi padre se vio atenuada —tal como les
manifestó con sus continuas disculpas— por la vergüenza de tener que
recibirlos en una vivienda tan destartalada.
Sobre lo que hablaron aquella tarde sólo sé que mi padre me
anunció sonriente que volverían al inicio del próximo verano y que me llevarían
con ellos unas semanas a Francia.
No pude evitar cierta inquietud. ¿Estaría yo a la altura de las gentes
de ese país rico, limpio y feliz que siempre evocaba mi padre? ¿No debería avergonzarse
—como siempre— de mi conducta apocada, de una timidez enfermiza que me hacía parecer estúpido?
Pero... ¿Y la libertad? ¿Y la luz? ¿Y la felicidad? Sería, quizá, como
volver otra vez a los días radiantes de mis primeros años en Mastia, lejos de la polvorienta Grisalla. Mi padre siempre hablaba con entusiasmo de sus años en Francia,
incluso cuando… bien, dejémoslo, si inicio ese tema me extenderé explicando
cosas que no guardan relación con mi experiencia.
En fin, pasaron los meses —siempre manteniendo aquella esperanza, soportando
los días plomizos escolares de miradas acusadoras, de normas asfixiantes, de
sentencias implacables, soportando el odio inexplicable de los adultos, tal vez
la mezquina venganza de los vencidos— y al aproximarse de nuevo el verano, una tarde de sábado mientras
estábamos de paseo, mis padres entraron en una juguetería. Me asombré, ¿sería posible
un regalo con mis malas notas?, pero enseguida comprendí que el títere que
acababan de comprar no era para mí.
El pirata de nariz ganchuda, pañuelo rojo en la cabeza y mano de
garfio era sin duda un obsequio para aquel niño, un niño tan silencioso y
prudente como yo mismo, cuyos padres habían prometido llevarme con ellos unas
semanas a Francia.
Hace poco, casi cincuenta años después, revolviendo trastos viejos, me
reencontré con ese testimonio de una derrota. Pobre fantoche: la goma reseca,
la figura deforme, sin una pizca de esa gracia que a veces poseen los objetos
viejos.
La pareja no volvió jamás. Mi padre guardó el títere,
quizá con la esperanza de su regreso otro verano. Se lo pedí varias veces, me
ilusionaba, pero cuando por fin me lo entregó yo ya era un adolescente. Lo
guardé en un cajón, sin hacerle ningún caso, junto a otros despojos de una
infancia entristecida.
Jamás jugué con él y jamás pasé un verano en Francia. Fueron cosas que
acepté con resignación, sin especial amargura. ¿No era habitual que todas mis
ilusiones se desvanecieran dejándome un regusto ceniciento en el ánimo?
Mi padre y yo… Al menos en aquella ocasión, no pudo atribuirme la
culpa de su desasosiego.
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