Conozco a personas preocupadas por si su equipo de fútbol predilecto
ganará la liga y la Champions o si un fin de ciclo lo hundirá en la mediocridad
de otros tiempos.
Yo estoy satisfecho porque creo que, en otra competición, esta
temporada «el equipo de la cordura» ha ganado al menos un partido importante —y
considero que no será la último— cuando el 23 de diciembre de 2013, José Mujica,
presidente del Uruguay aprobaba un proyecto de ley dedicado a legalizar la
producción, venta y consumo de marihuana, promoviendo al mismo tiempo la
información y prevención sobre su uso. Esta ley, que supera de lejos la
legislación holandesa, pionera en la despenalización del consumo, entrará en
vigor el 10 de abril de este año .
Es un hecho que el consumo de estupefacientes no tiene ni tendrá freno —200 millones de consumidores en todo el
mundo lo demuestran—, y el gobierno uruguayo también debía tener presente que
la guerra de los estados contra la droga no hace sino fortalecer el poder y los
beneficios de las organizaciones criminales, tal como lo confirma el ejemplo de
Colombia y especialmente el de México, donde la guerra del estado contra la
droga ha derivado en una verdadera guerra civil en la que hay momentos en los
que incluso parece que los narcotraficantes ganen la partida.
En todo el mundo el poder de estos delincuentes ha ido aumentando
debido tanto a la desmesura de su violencia, con prácticas terroristas
espeluznantes, como a su pujanza en los ámbitos informático y financiero, y eso
sin contar con la complicidad paradójica de cierta agencia de inteligencia que,
desde hace décadas, ha financiado con dinero procedente del narcotráfico la
lucha contra «los enemigos» del Imperio.
La legalización, al arrebatar de manos de los delincuentes el control
del mercado, acabaría con el daño que causan a los individuos y a la colectividad,
que es mucho peor —de manera cuantitativa y cualitativa— que el que provocan
las drogas mismas.
Además de los casos de Holanda y ahora del Uruguay, nos encontramos
que en el año 2011 un gran número de altos dirigentes de diversos países de
América Latina y de Europa —conservadores y progresistas, tanto da, la cordura
los aconsejaba— manifestaron de manera conjunta su oposición en las políticas
represivas contra el consumo y el tráfico de drogas, y pidieron que se buscaran
modelos de regulación legal, al tiempo que proponían: «Terminar con la criminalización, la marginalización y
la estigmatización de las personas que usan drogas pero que no hacen ningún
daño a otros [y de] las personas involucradas en los segmentos inferiores de
los mercados ilegales de drogas, tales como campesinos, correos y pequeños
vendedores. Muchos de ellos han sido víctimas de violencia e intimidación o son
dependientes de drogas. Arrestar y encarcelar decenas de millones de estas
personas en las recientes décadas ha llenado las prisiones y destruido vidas y
familias, sin por ello reducir la disponibilidad de drogas ilegales o el poder
de las organizaciones criminales».
Pues bien, en
este contexto —cuando también en algunos estados de EE.UU., al cabo de años de
la legalización del uso terapéutico del cannabis, ahora incluso se está
legalizando para fines lúdicos—, no se puede entender que en España el gobierno
de Mariano Rajoy se desmarque con un anacrónico Anteproyecto de Ley de
Seguridad Ciudadana (11/29/13) en el que hay artículos que contemplan sanciones
de hasta 30.000 € para el pequeño
cultivo destinado al autoconsumo o para la posesión aunque no sea destinada al
tráfico —hechos que no son, pues, constitutivos de delito— y de 600.000 € para quien reincida tres veces en dos años.
Una vez más, con
estas medidas represivas, el gobierno del PP parece empeñado en apostar por la
ineficacia y en profundizar en el desprecio hacia la ciudadanía. ¿Hasta cuando
tendremos que aguantar su estulticia y su mezquindad?
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