Mi yo yace ante mí —fragmentado en mil y un cristales de azogue— e intento cartografiarlo pese al desorden de tantas piezas que no encajan más que unas pocas y, aún a duras penas, en fracciones distantes e inconciliables.
Mil y un cristales cambiantes, que desaparecen a veces —y a veces retornan aparentemente semejantes— o bien surgen como de la nada, nunca vistos, entre el montón en el que rebusco la pieza que falta —y que nunca aparecerá— y que me permitiría componer un fragmento mínimo de mi yo sobre el que pudiera quizás expandir mi cartografía.
Los observo mientras elucubro sobre si alguna otra vez fueron unidad —tal vez mientras fui un simple homúnculo en el vientre de mi madre— y si quizá ese yo unitario e inmerso en el silencio hermético fuese el guardián que contuviera unos rasgos genéticos armónicos que la experiencia de la vida se encargaría de enterrar bajo capas de escoria, sueños y ruina.
¿Vale la pena seguirse buscando en este espejo? Mi vida se acaba, ni quiero perderla en pasatiempos ni quiero malgastar mi voluntad en resolver jeroglíficos descompuestos. Prefiero correr como una bestia desbocada, correr hacia el abismo de los acantilados, preparada para dar el último y triunfante salto mortal. Vivir intensamente hasta llegar allí donde se confunden ser y no ser, vivir rabiosamente hasta el momento de hundirme en la nada y desaparecer.
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