Mirábamos el correteo incesante de los lobos por aquel recinto cerrado.
Nos rodeaban un jardín de
fresnos, álamos y abedules, un riachuelo manso y más allá una valla casi invisible, coronada
por una alambrada, que separaba el parque del bosque.
—Me dan lástima —dijo ella—. Deberían estar en libertad.
—Viven como tú y yo hemos vivido nuestros últimos cuarenta años, encerrados
en nuestros trabajos, refugiados en nuestras casas. Viven como todos los que trabajamos
por un salario, viendo pasar los días privados de libertad.
—No es lo mismo, no, es muy distinto...
Mientras contemplaba ensimismado el reiterativo y absurdo movimiento de la
pareja de bestias, me acordé de la perrita que tuvimos hace ya mucho tiempo.
—Son idénticos a Tancat, ¿te das cuenta? La cola un poco más corta.
«Y la mirada, también era muy distinta. Su mirada era casi humana», pensé.
Entonces me vino a la memoria aquel día lejano en el que tuve una
revelación cuando paseaba con mi perra por una avenida y me encontré con
aquel antiguo amigo que había vuelto a Grisalla, después
de algunos años de ausencia, casado y con hijos.
—No sé cómo se os ocurre tener perros en la ciudad —comentó, después de
saludarnos—. Me dan lástima, encerrados todo el día en un piso.
—Acababa de nacer y unos niños me la ofrecieron, no iba a dejar que muriera...
—Para que sufran desnaturalizados, valdría más que los dejáramos morir.
No contesté. Mirando a las dos bestezuelas que, furiosas, le colgaban de
los brazos, sentí como si un destello hiciera caer el velo que cegaba mi
conciencia y de repente lo viera todo claro.
No despegué los labios. No pude ni quise revelarle lo que acababa de advertir, por prudencia… o por misericordia.
El correteo incesante de los lobos muertos. Obscuro y abrupto —y tan cercano—, el bosque.
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