Roser López Monsò, fotografía de Xavier Juanhuix |
Pío
Baroja publicó en 1946, pasados los setenta años, El Hotel del Cisne, un libro extraño —que debía concluir Días aciagos, una trilogía que nunca
llegó a completar— que recoge notas biográficas de personajes crepusculares,
historias de criminales y verdugos, impresiones de las calles de París en un
tiempo sombrío, perfiles de acróbatas y payasos, y sueños,
muchos de los sueños de su protagonista, Procopio Pagani. Febriles, tristes, más o
menos absurdos y más o menos enigmáticos, aparentemente extraordinarios mientras
permanecían en la memoria, pero siempre vulgares cuando se fijaban en papel, según
refiere el propio autor. Páginas mustias de una vida mediocre…
Sueños.
Algunos se desvanecen en nuestra memoria antes de despertar, otros se disipan
en el caudal de la vida corriente, y unos pocos, quizá unos pocos fragmentos, perduran
imborrables.
Yo
mismo conservo presentes algunos fotogramas y secuencias de sueños de hace más
de cincuenta años.
Nunca
había pensado en dejar constancia de algunos de mis sueños hasta el despertar
del día 13 de septiembre de 2015. Estos son:
Encuentro con una amiga artificial
Entro
en el bar de Amics de les Arts. Es de noche y las lámparas brillan cálidas
sobre una multitud abigarrada. En una mesa amplia veo a Roser junto a un grupo
de gente que espera para ir de excursión.
Tiene
un aspecto magnífico, la piel sonrosada, los labios colorados, los ojos
brillantes. Me sonríe.
Me
aproximo y le pregunto con la mirada cómo es que está de nuevo aquí. Me
responde que vive en un cuerpo artificial, que es ella otra vez, pero trasplantada
a un cuerpo artificial, que está esperando un hijo y que volverá a darme obras para
exponer.
—¿Pero
será realmente obra tuya o será una obra… artificial?
Todo el
grupo con el que está se levanta y se dirige de manera apresurada al autobús en
marcha que espera en la puerta de Amics.
Me
responde desde lejos y no oigo su respuesta.
Mientras
camino por la calle, no pienso en lo extraño de su renacimiento, sino en si la
obra que me ha prometido será suya… o cómo la suya, pero no.
En una oficina de correos
Entro
en la oficina de correos. Arrastro con dificultad tres cajas repletas de cartas
y dos con diversos tipos de comestibles mientras aguanto una cartera llena de
documentos.
Una
máquina que se asemeja a una fuente pública situada en medio del vestíbulo
arroja desde lo alto una cascada de cintas con boletos de turno.
Al cabo
de un rato haciendo cola, las pantallas que exhiben los números de turno
enloquecen y todo el mundo rompe filas y se arroja en desorden hacia los
mostradores.
Cuando
consigo que me atiendan la oficina ha quedado desierta. Le pido al funcionario
—un caballero barbudo, elegante y encorbatado— el número exacto de sellos que
necesito y le comento que yo mismo los engancharé.
Me
contesta que no puede ser, que tienen demasiado trabajo para franquear tantas
cartas y me entrega un documento que me indica el día y la hora en que me
atenderán.
—Perdone,
ya le he dicho que yo mismo me encargaré de pegar los sellos.
—No
sea usted absurdo. Vuelva con el correo en la fecha que se le indica.
—Pero
no ve que voy muy cargado. Vivo lejos, no conduzco, me va costar mucho llegar a
casa con estas cajas que abultan tanto…
—Si
quiere —me interrumpe—, le puedo dar una caja de mayor tamaño e introduce las
otras dentro.
—¡Una
caja más grande! ¡Pero no ve que aún me va a ser más difícil transportarla
hasta mi casa!
Deja
de atenderme, se da la vuelta y se dedica a ordenar papeles en su mesa de
despacho.
Permanezco
en mi sitio, confuso, sin saber qué hacer, con la mente en blanco.
El examen
Estoy
esperando en el andén de la estación de los ferrocarriles que conducen a
Barcelona junto a centenares de jóvenes estudiantes.
Tengo
un examen, el último de la última asignatura de la carrera, Historia de la
Medicina, y es su última convocatoria.
Por
un pasillo aparece un hombre vestido con
ropas rústicas, el cabello blanco, la tez curtida y las manos ásperas. Le
reconozco, es alguien muy importante para mí, un héroe.
Le
saludo de lejos, me acerco a él, nos estrechamos las manos con afecto y, sin
necesidad de intercambiar ni una palabra, le ayudo a transportar los bultos que
lleva hasta un ascensor.
Cuando
se cierran las puertas, me giro y veo que el andén está vacío.
¡Mi
tren ha pasado y ya nunca podré acabar la carrera!
Después
de unos momentos de desesperación, pienso que quizá cuando me jubile podré
reanudar los estudios, que aunque haya cambiado el plan me convalidarán unas
cuantas asignaturas, pero… ¿aceptarán a un alumno tan viejo en las aulas de la
Facultad de Medicina?
Me
preocupa que cuando muera, si no se encuentra el título entre mis papeles,
todos digan que he sido un farsante.
Mi amiga se convierte en pájaro
Camino por el Raval de Montserrat acompañado de
Roser. Nos encontramos con Maite y Lluís. Lluís ve que llevo en una caja de
cartón una extraña máquina reproductora y unas cintas de audio, Lluís las
reconoce como suyas y me pide que se las devuelva.
Le
pido que me deje quedarme con una de las cintas en la que grabé la voz de una
persona que está muerta.
La
persona muerta es Roser, pero no me atrevo a decirles que ha resucitado, para
que no me lo discutan y me digan que es imposible.
Mientras
busco la cinta en la caja, sin encontrarla, Roser se ha ido alejando por la
calle de la Goleta.
Corro
tras ella, llamándola a voces, pero ni se detiene ni la alcanzo. Al llegar a la
Rambla su figura va empequeñeciéndose hasta convertirse en un pajarito de alas
negras que marcha volando y que pierdo de vista.
Confrontación
Camino
Rambla arriba y oigo una multitud que se acerca y canturrea unas consignas como
si fuera una única voz.
Una
masa compacta y ordenada de hombres vestidos de blanco, barbudos, morenos, avanza
a paso ligero con una actitud inequívocamente marcial. Cuando pasan las
primeras filas veo que les sigue un tropel cada vez más desordenado de mujeres
con chilabas y chiquillería con uniforme escolar. A algunos me parece
reconocerlos como alumnos de mi escuela.
Cuando
giran hacia la derecha por la calle Gutemberg, unos adolescentes que están a mi
alrededor, en la puerta del bar Los Salvadores, se regodean anticipando la
pelea que saben que se va a producir cuando la columna en marcha llegue a la
plaza del Progreso y choque de manera inevitable con un grupo contrario que les
espera emboscado.
Al
pensar en la batalla inminente, en la que se verán involucrados esos inocentes,
me invade una angustia que me paraliza y me dificulta la respiración.
No
puedo moverme, no puedo hablar, la angustia me domina.
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