TIERRA Y LUZ
Espesura de colores luminiscentes. Un
tejido impregnado de reflejos pardos, verdes, ocres, dorados… unidos en una
única luz inexplicable.
Me aproximo con pasos alados al
árbol, hermano antiguo, que se eleva en medio del claro.
Cierro los ojos. Escucho el rumor de
la lluvia tranquila y el estruendo de la tempestad lejana, sobre las
cumbres que tanto añoro.
Extiendo la mano. Palpo su corteza,
piel surcada por el tiempo. Con firmeza. La resonancia mineral surgida de sus entrañas que me
penetra y me envuelve, ¿no es, acaso, la música serena
de un orden olvidado?
Cierro los ojos. Aspiro el perfume de
la ráfaga húmeda, la fragancia de la floresta profunda y agreste,
surgida de la tierra que me espera por siempre.
Vuelvo a casa. Retorno al regazo de
mi madre, diosa silente y ciega que me supo ingrato, fugitivo hacia la ciudad
de ceniza y grisura. Me recibe sin resentimiento, con toda la indulgencia de quien sabía que, tarde o temprano, arrepentido, habría de reintegrarme al corazón de sus
círculos inmarcesibles.
¡Oh, diosa, señora de todos los
colores, de todos los sonidos y todos los perfumes, retorno a tu vientre
fecundo! ¡Oh, madre, progenitora de todos nosotros, bestias, hongos y plantas,
retorno a tu vientre ubérrimo!
Me diluyo con el agua hacia las
raíces que gimen, hacia la obscuridad orgánica de la tierra. Después,
inevitablemente, me elevaré por caminos antiquísimos hacia las hojas esmeralda,
hacia la luz. ¡Transformado en lenta saeta de savia blanca!
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