PRESOS Y PRISIONES
¿Presos políticos? ¿Políticos presos?
Este desacuerdo en la calificación de los independentistas catalanes
encarcelados ha sido motivo de debate. Pero... ¿importa el orden de estas
palabras? Para mí, en absoluto, porque la palabra fundamental de este par de expresiones
—y sobre la que debemos centrar nuestra atención— es esta: presos.
Pensemos en los presos, en todos los
presos, es decir, en personas privadas de libertad, separadas de manera forzada
de sus familias, amistades y círculos sociales, personas a las que —bajo el
pretexto de disuadirlas de cometer actos contrarios al bien común o de
reeducarlas para reinsertarlas a la sociedad— se castiga de manera inhumana y
se les produce un daño de difícil curación, tanto físico como psicológico.
Puede que alguien conciba la cárcel
como una institución degradante cuando se encierra a unos políticos que, según
su criterio, han sufrido un trato injusto, ¿pero no es cierto tal vez que una
gran parte de los presos sociales también sufren un trato injusto, ya que son
personas con discapacidades intelectuales o psíquicas, o que proceden de
familias desestructuradas o de contextos de pobreza y marginación? ¿No somos
todos responsables, al menos en parte, que en nuestra sociedad no se haga nada
o casi nada para evitar que estas personas cometan delitos? ¿Podemos aceptar de
manera despreocupada la existencia de las cárceles hasta el día que afecte a un
familiar o amigo nuestro? ¿Podemos seguir ignorando los problemas sociales que
conlleva el capitalismo? ¿Si no hay justicia social, puede ser justa la
Justicia?
¿Y qué decir de la situación de
aquellas otras personas que se han equivocado una sola vez, que han cometido un
primer delito en un momento de ofuscación? ¿Qué se debe hacer? ¿Recluirlas en
un lugar que Piotr Kropotkin definió como la universidad del crimen, el lugar
donde se mezclarán —quizás sólo a la espera de su primer juicio— con
delincuentes expertos?
¿Qué hacer con y para las personas
encarceladas? Hace muchos años un compañero de más edad me dijo: «Cuando
triunfe el comunismo libertario, cuando desaparezca el sistema capitalista,
desaparecerán las cárceles y nadie será preso en ellas». Por supuesto, ¿pero
qué tenemos que hacer mientras tanto? ¿Debemos esperar de brazos cruzados a ese
futuro impreciso?
Quizás haya quien crea que la cárcel
es una institución degradante, pero necesaria e inevitable; pero en otras
épocas también debían parecer necesarios e inevitables los suplicios como recibir
azotes en público y a continuación ser paseado por las calles y escarnecido;
las ejecuciones públicas en la hoguera, la horca o por decapitación ofrecidas
como espectáculo; las mutilaciones y los desmembramientos; la exposición en
lugares de paso de los cadáveres de los reos o de sus miembros descuartizados
... y, por fortuna, todas estas atrocidades han desaparecido en nuestras
sociedades y nadie las echa de menos.
Creo que es posible plantearse un
proceso de abolición de los encarcelamientos en que, en una primera etapa, se
redujeran de forma progresiva los ámbitos delictivos que conllevan condenas de
privación de libertad. Se podría empezar por los delitos contra el patrimonio y
los socioeconómicos —que constituyen un tercio de todos los que se cometen en
España— si a las personas condenadas se les aplicara como correctivo la
realización tutelada de trabajos para el bien de la comunidad o de las personas
victimizadas, una opción que podría ser realmente rehabilitadora si de manera
paralela se ejecutaran políticas encaminadas a conseguir la disminución de las
desigualdades sociales y un reparto justo de la riqueza.
Es cierto, sin embargo, que cuando
estos delitos socioeconómicos los cometan especuladores o políticos y
empresarios corruptos resultará más difícil conseguir su rehabilitación, ya que
de ninguna manera podemos atribuir la motivación de su comportamiento delictivo
a la necesidad, sino a la ausencia de valores éticos.
Un colectivo de personas encarceladas
a quien en un buen número se podría evitar la privación de libertad sería el de
las que tienen enfermedades mentales, en las que la causa de su conducta conflictiva se
encuentra en su trastorno mal tratado. Si se tiene en cuenta que el 10% de los
presos del Estado tiene alguna afección mental, no resulta tan extraño pensar
que se podría reducir su número si de manera previa fueran atendidos por un
sistema sanitario público de calidad.
Y cuando se tratase de personas con
comportamientos violentos que hayan derivado en delitos de lesiones o de
violencia de género, para evitar reincidencias, se debería intentar corregir su
comportamiento mediante una asistencia psicológica rehabilitadora, intensa e
individualizada.
Está claro que hay ocasiones en que,
por el contexto y la desmesura de un tipo de delito, podemos pensar que quienes
lo cometen difícilmente pueden ser rehabilitados: genocidio, asesinato en
serie, trata de seres humanos, agresión sexual reiterada, delito de lesiones
agravado por alevosía y ensañamiento, terrorismo de Estado o violencia grave
indiscriminada, crimen organizado ... naturalmente, ¿por qué negarlo? En estos
casos, no parece existir una alternativa ni fácil ni inmediata, pero incluso
así, ¿por qué no intentarlo?
Finalmente, sugiero un primer paso
hacia la abolición de las cárceles que, por supuesto, sería el de la prevención
mediante el refuerzo de la responsabilidad de las familias —sobre todo si se
las liberase de la lacra de la explotación, la precariedad y las jornadas
laborales extenuantes— en la educación en valores éticos de los menores, de la
implicación en este mismo sentido de la gente del vecindario o del barrio y,
sobre todo, con el compromiso de la Escuela, una institución que ahora mismo se
proyecta cada vez más en función de los intereses de mercado que de las
necesidades sociales e individuales.
Jordi F. Fernández Figueras
Versión en castellano de un texto publicado en
Diari de Terrassa, 15 de enero de 2020,
i en Catalunya, enero de 2020
Diari de Terrassa, 15 de enero de 2020,
i en Catalunya, enero de 2020
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