DE CAMINO
He atravesado los límites de la ciudad
y me hallo en campo abierto.
No recuerdo como he llegado hasta este lugar. Me descubro en medio de terrenos baldíos, cubiertos aquí y allá por matojos secos, yermos. Sin duda he caminado de manera automática, ausente, sin ni siquiera pensamientos.
Inicio el sendero que asciende por una
colina que se encuentra a mi derecha. Todo está en calma, en silencio. Avanzo
lentamente, con la mirada fija en el camino de tierra que iluminan los rayos de
sol del atardecer.
De repente, sin motivo alguno, me
aparto del lado del sendero que toca a ladera y, apoyado en la cerca que lo
bordea, observo qué se encuentra ahora a mis pies.
Son estanques. Bajo mis ojos se
extienden innumerables estanques de agua de todos los tonos del color verde, desde
los azulados y obscuros a los amarillentos crepusculares, que se prolongan
hasta el horizonte. Como un inmenso paño tejido a lo largo de muchos años y en
diversos momentos.
Vuelvo la vista atrás y veo a través
de una niebla clara las siluetas difusas de pueblos y ciudades lejanas.
Algo más cerca distingo caminos
borrosos y, sobre ellos, figuras blancas que se desplazan lentamente hasta
disiparse, hasta convertirse en destellos fugaces y casi transparentes.
Prosigo mi camino, con la mirada fija
en el suelo. Cuando la levanto, sin motivo alguno, veo como se alza ante mí,
prominente y majestuosa, una montaña obscura, hendida cerca de su cima por una
profunda y angosta garganta desde la que se precipita un gigantesco salto de
agua.
Un agua que no fluye. Inmóvil, marmórea,
helada… En la calma y el silencio del
crepúsculo.
Por fin me hallo ante los confines del país de la soledad y el silencio imperecederos.
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