Fotografía de Ralph Gibson |
Un libro que
llegó a mis manos, no sé si comprado en un local húmedo y tenebroso de
Barcelona o si inmerso en un aluvión de papeles viejos regalados por algún
amigo poco aficionado a la lectura, un libro que entonces no leí y que quizá abandoné
en algún estante, tras una hilera de títulos de renombre. Un libro que no he
vuelto a ver, que no he vuelto a encontrar...
Un frase quizá
leída en un libro insípido o soporífero —una frase sugerente o iluminadora, sin
embargo— que he buscado de manera reiterada y sin fortuna entre sus páginas,
como si la vida que me arrastra la hubiera borrado cuando ha hecho pasar sobre
mí sus días caducos y sus noches fugaces. Una vida que me derrota con sus noches
y noches insuficientes para restaurar mis fuerzas en un tiempo que califican de
líquido y es movedizo, inestable, sofocante. Una vida que me asfixia hasta
conseguir que no recuerde exactamente que decía esa frase y hasta hacerme dudar
de si fue en ese libro u en otro o en ninguno...
Una palabra
recuperada en una lectura cansada, una palabra en desuso, una palabra que me
trae recuerdos de otro mundo, de un mundo casi olvidado, de frío y horas de
tristeza tras los cristales, mirando las sombras que transitaban por la calle
obscura bajo la lluvia, y las piernas bajo las faldas de la mesa camilla, los
pies sobre el brasero, la bombilla de 25 apagada para ahorrar, esperando que el
reloj toque las diez para ir a dormir, una palabra que la noche me ha hecho
volver a olvidar...
Una sensación, la
intuición de una reminiscencia inminente, un estado ánimo, el recuerdo
impreciso de un sentimiento de armonía que se desvanece tras la niebla, un sueño que se disipa sin dejar huella en esta vigilia cegadora, un bosque
obscuro en el que me adentro para perderme, una grieta que me engulle, un río amniótico
que surge de la tierra para hundirse en la tierra sin dejar rastro, el pozo
negro profundo y terrible donde todo desaparece, perdidas para siempre la
mirada maravillosa, la lucecita feliz que se encendía en mi mente, las
fragancias y las músicas que se derramaban como magma gorgoteante en los entonces
inmaculados archivos de mi conciencia, perdidas para siempre, sí: la
confirmación de que la vida todo lo que toca lo convierte en nada.
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