Ni cafres ni catalufos
La campaña electoral de estas
municipales se ha desarrollado en un ambiente de crispación, lleno de malas
maneras y peores métodos.
Reprochar a los candidatos hechos
protagonizados por sus familiares, hurgar en su pasado hasta encontrarles algún
hecho subjetivamente reprobable y magnificarlo, hacer circular fotografías que
muestran a personas que les parece en situaciones comprometidas o llegar a
conclusiones tan vergonzosas como la que estableció la semejanza ideológica
entre Pablo Iglesias y Alejandro Lerroux basándose en la coincidencia de los
bocadillos de embutido consumidos en sus viajes en tren, son ejemplos de
estrategias electoralistas que deberían dar asco.
En cuanto a las malas maneras, ¿qué
decir de los insultos? Puede haber insultos disculpables, aquellos con los que
personas indefensas se liberan de la tensión provocada por un abuso del que son
víctimas, o tolerables como el improperio —que en privado todos nos podemos
permitir— con que caracterizamos a algunos oponentes según sus actitudes,
achaques o vicios ... y que incluso tal vez sea un calificativo muy apropiado.
En cambio creo que es inadmisible el insulto gratuito, propagado a los cuatro
vientos, en boca de ciertos personajes públicos, especialmente políticos, que
por su función se supone que deberían mostrar ejemplaridad en todas sus
acciones.
Otra actitud rechazable es la de evaluar
que un insulto sea reprobable o no según si quien lo emite es «los nuestros» o
es «los otros». Un ejemplo reciente de duplicidad de criterio se ha producido
cuando, ante el hecho de que Marina Pibernat, miembro de una candidatura a las
municipales de Girona, hablara de sus adversarios políticos tildándolos de
«catalufos», ciertos sectores nacionalistas mostraron una gran indignación, los
mismos que unos pocos días antes, ante la expresión utilizada por David
Fernández que tachó a los de otra formación de «cafres ignorantes», habían
adoptado una actitud aprobatoria.
Este ejemplo de utilización de un lenguaje cargado de prejuicios étnicos no se condenó; por el contrario, fue celebrado. Por poner un ejemplo, el influyente periodista Vicent Partal se dedicó a tuitearlo acompañado de bravos... el mismo Vicent Partal que pocos días después haría grandes aspavientos ante la expresión catalufo, para él claramente xenófoba.
Entiendo su irritación, expresiones como sudacas, catalufos o charnegos muestran desprecio basándose en la pertenencia a una comunidad y no sólo insultan los increpados, sino que, de paso, y esto es más grave, insultan sin motivo toda la comunidad a la que se hace referencia. ¿Por qué utilizar, pues, cafre como sinónimo de salvaje, por mucho que los diccionarios recojan o recogieran hasta hace poco esta acepción. Los diccionarios son repertorios léxicos que presentan el sentido y el uso de las palabras, no manuales de civilidad y corrección social. Nadie mínimamente educado atrevería a utilizar como insultos palabras como judío —como sinónimo de usurero— o gitanada —como sinónimo de fraude— excusándose en que estas acepciones aparecen en el Diccionario de la Enciclopedia Catalana (1998).
Si llegara a Sudáfrica la noticia de la
utilización de esta desafortunada expresión por parte de un parlamentario
catalán, ¿qué imagen se recibiría de Cataluña? Para contextualizar la gravedad
del hecho, hay que indicar que Nelson Mandela pertenecía a una de las etnias
que los expoliadores y esclavistas europeos llamaron de manera uniforme y
peyorativa cafres, aunque no es fácil documentar esta pertenencia porque en
Sudáfrica esta palabra —kaffir en inglés— es un insulto altamente racista,
utilizado sólo por racistas —semejante al caso de nigger en EEUU—, perseguido
como término injurioso y castigado con multa y, incluso, prisión.
Ni cafres ni catalufos, políticos
catalanes, ¿no creéis que ya es la hora de cerrar el grifo de los insultos?
Jorge F. Fernández Figueras
Publicado en su versión catalana en Diari de Terrassa,
12 de junio de 2015
Rechazada la publicación en Catalunya
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