Ella era la niña fea de la clase. No como
otras feas que resultan graciosas por su viveza o simpatía, no. ¿Por qué la
encontrábamos tan fea? Sin duda por ser tan modosita o, más bien, por ser tan
desangelada, como oí decir un día entre profesoras.
En clase quería ser la mejor alumna, siempre
atenta, siempre atareada, sólo se distraía para alisarse la falda y encoger las
piernas cuando alguna mirada perdida se posaba en sus pantorrillas, pero sus
notas eran tan mediocres que ni ese consuelo le quedaba.
Pobre niña, estaba tan enamorada del guapo
de la clase —como todas— que no podía evitar que se le viera una lucecita en
los ojos —yo se lo había advertido— cuando lo miraba de soslayo.
Estaba tan enamorada... ¿Recordáis lo que es
un amor de adolescencia? ¿Recordáis quizá vuestra pasión secreta de
adolescencia?
Cuando dejó el colegio, entró a trabajar en
un banco, en un mundo de cifras y frases muertas, y se pasaba los domingos en
compañía de madre, tías, abuelas y viejas, fue como si dejara de existir para
nosotros.
Él, ya lo he dicho, era el guapo de la clase,
pero no con esa belleza de algunos muchachos insípidos que sólo se encuentra en
la armonía de las facciones del rostro y el equilibrio de los miembros del
cuerpo, tenía la belleza total que suma además el gesto y la mirada.
Fue un hombre joven feliz que prolongó
durante años su adolescencia con indolente desparpajo, gozando de la vida a tragos
largos. Más como siempre, como nos sucede a todos tarde o temprano, el viento
frío desnudó de ilusiones todos los árboles del laberinto de su mente y el
otoño de las cigarras y el desequilibrio y la confusión del mundo lo fueron
arrinconando, primero en la vulgaridad de la escasez y más adelante en una
precariedad sin retorno.
Los años pasan, la gente divertida se
serena, se empareja, tiene hijos, se encierra en casa, desaparece petrificada.
Los jóvenes hermosos ven como otros aún más jóvenes y más hermosos aparecen en escena
trayendo consigo un nuevo séquito, ignorándoles, desplazándoles. La soledad…
Adiós muchachas hermosas y mujeres
opulentas, trajes caros y comidas en restaurantes de lujo, adiós tenis en clubs
selectos y coches deportivos deslumbrantes. A todo eso hubo de renunciar a la
fuerza e incluso, más adelante, a la melancólica mediocridad de los príncipes
destronados.
Se refugió en el alcohol y con él descendió poco
a poco hasta llegar a las barras roñosas de los bares de la periferia desde las
que tantos fracasados creemos subir a por aire desde el fondo de nuestro abismo.
Quienes compartimos su infancia y juventud comentábamos
de tanto en tanto su triste situación, aunque en secreto no dejáramos de sentir
una infame complacencia al verle caído.
Hasta allí, hasta aquellos bares donde él
malgastaba su vejez prematura, fue a encontrarlo ella. ¿Cómo supo dónde
encontrarlo? ¿Quién debió informarla? ¿Fue un comentario casual fruto del azar o
una respuesta a sus inquisiciones? ¡Que importan los detalles! Fue a por el
hombre que deseaba, eso es lo que cuenta.
Al principio él se mostró indiferente, a
veces la trató con un menosprecio que rozaba la insolencia —lo sé bien, fui
testigo en ocasiones—, hasta que un día, pasados muchos meses y aún algún año, sin
saber porqué, comenzaron a rememorar juntos las agridulces imágenes de su adolescencia. Así, de esa manera, consiguió ganarse un espacio en lo que al
hombre aún le quedaba de corazón.
Los encuentro con frecuencia tomando el fresco en la terraza de los bares de las grandes avenidas o refugiados del viento y el
frío en la calidez de las cafeterías señoriales o paseando por los viejos parques bajo el sol de sus últimos días dorados.
Ella es ahora una mujer feliz, ahora su
rostro refleja toda la belleza que puede ofrecer este nuestro mundo.
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