El
derecho a la vivienda es un derecho social incluido en numerosos tratados
internacionales y en las legislaciones de los estados europeos, pero de hecho
estas evitan hacer referencias concretas al compromiso adquirido y ni
especifican si una persona puede invocar su derecho a una vivienda en caso de
no poder obtener una con sus propios medios ni, mucho menos, explican cómo
podrían hacerlo.
En nuestro
rudimentario y menguante Estado del Bienestar, la administración no ha
considerado nunca el derecho a disfrutar de una vivienda digna desde el punto
de vista de los derechos sociales, sino que siempre ha creído más importante el
mercado inmobiliario que la ciudadanía.
En
los últimos años, el problema del acceso a la vivienda ha empeorado debido al
protagonismo de la construcción en el desarrollo económico del Estado. La
política de vivienda se basó en buena parte en la concesión de ayudas a
promotores y compradores, algo muy conveniente para los promotores que hicieron
buenos negocios al abrigo del dinero público, pero que no fue de ayuda
precisamente para los compradores. Una consecuencia de ello fue que se favoreciera
con dinero público la construcción de viviendas para la venta en detrimento de
la de viviendas de alquiler. Además, en 1985 la dificultad de alcanzar una
vivienda se agravaba con un decreto promulgado por el ministro socialista Boyer
que eliminaba la protección a los inquilinos.
Veinte
años después, el gobierno de Zapatero proclamó unos cambios que hacían concebir
esperanzas: la creación de un Ministerio de la Vivienda y el anuncio de la
voluntad de fomentar el alquiler. Estos buenos deseos no acabaron dando ningún
fruto apreciable y la crisis económica ha obstaculizado aún más que antes la
posibilidad de alcanzar una vivienda digna.
Los
problemas derivados de una falta de programación o de una planificación
errática en la tarea de hacer efectivo el derecho a una vivienda digna tienen a
buena parte de la población entre la espada y la pared. Quizá el tanto por
ciento de personas sin techo —que viven en la calle— o sin hogar —que viven en
albergues— no es todavía muy significativo, pero cada vez hay más que sufren
inseguridad en su lugar de alojamiento —por la amenaza de desahucio, porque
viven en viviendas saturadas o sin condiciones de habitabilidad— o que —entre
nuestra juventud— no pueden independizarse por la conjunción de salarios
miserables y precios de venta o alquiler inasequibles.
¿Qué
políticas de vivienda podrían ayudar a escapar de este callejón sin salida?
Evidentemente, un amplio abanico de medidas que contemplara las necesidades de
los diferentes tipos de afectados: creación de pisos tutelados para personas
sin techo y de ayudas públicas para personas que no puedan afrontar los gastos
iniciales de un alquiler; intervención de la administración pública para evitar
los desahucios mediante asesoramiento jurídico y gestiones de conciliación, y
disposición de viviendas públicas para cederlas en casos de emergencia;
proposición de incentivos a los propietarios de viviendas vacías para que los
alquilen y creación de viviendas sociales en régimen de cesión de uso de la
administración pública a los residentes y, por último, aplicación estricta del
reconocimiento del derecho a la vivienda mediante la creación de estructuras
administrativas con competencias específicas y protocolos ágiles y concretos
que permitan exigir su aplicación por vía judicial.
(Versión en castellano del texto «Habitatge: dret social o mercaderia?», publicado en Diari de Terrassa, 26 d'octubre de 2012.)
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