El capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura del hombre unidimensional. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, sometido a lo que manda la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil. Débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, fanático de los deportes y los estadios, devoto del dinero y partidario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas pequeñas, tonto, necio, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, sin memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y con algunos rasgos de la manera de ser que define un fascismo ordinario. Constituye un socio ideal para cumplir su papel en el vasto teatro del mercado nacional, y luego mundial. Este es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se alaban actualmente. (Michel Onfray)


lunes, 8 de septiembre de 2014

DE VUELTA DESDE LOS CONFINES DE LA VIDA (2014)




Como perdido entre la vigilia y el sueño, caminaba bajo enjambres de sombra, como amnésico o surgido de la nada y sin pasado, pero guiado por una conducta imbuida, debía tomar un tren sin saber ni hacia dónde ni para qué.

Pero los trenes pasaban, raudos, sin detenerse, o llegaban gimientes, para desmoronarse en una vía muerta, o marchaban mientras yo permanecía aturdido como un sonámbulo sentado en el vestíbulo de la estación desierta.

Al tiempo, puse en duda la necesidad de la marcha y ensimismado recorrí las estancias vacías buscando en ellas alguna respuesta. Exploré luego los andenes desiertos, los yermos adyacentes, los cañizares cenagosos, las escombreras de la memoria y los senderos marchitos.

Huérfano, mendigo, derrotado, vacío… sin esperanza, me dejé arrastrar por una corriente inmóvil, pero vertiginosa. Desalentado, miré como se agrietaba la madera de las puertas y como se desmoronaban las paredes del vestíbulo. Indolente escuché como la carcoma y los relojes penetran hasta el corazón de la materia destruyéndola toda.

Subí entonces a lo alto de las colinas para encender hogueras de ensueños, pero su luz y su calor fueron efímeros. Me acurruqué sobre sus restos cuando se redujeron a cenizas y gocé del gusto morboso y amargo del fracaso. Hice añicos los cristales de las ventanas. Azoté los racimos de flores de la acacia. Removí el cieno del fondo de los charcos. Maldije la alegría de las pequeñas flores de los prados. Apedreé los frutos del manzano silvestre. Descendí a los pantanos del rencor. Me satisfice con lo repugnante y me refugié en la tiniebla. Blasfemé contra la naturaleza.

De repente desperté, había escuchado la llamada de la sangre y eché a correr a través del páramo, hacia el corazón obscuro del bosque lejano, hacia el viento que ruge con furia entre las ramas de los árboles más altos, hacia el remanso de agua límpida y plácida, hacia el fuego áureo que abrasa el alma helada, hacia la tierra que acoge con la sabia dulzura de una madre y la serena dureza de un padre poderoso.

Me encontré en el roble y el serbal, en el cardo y la violeta, en la brisa y en el torbellino, en el cielo transparente y en las nubes de tormenta, en la gota de rocío y en el remolino turbulento, en la cima y en lo hondo del barranco, en el sol fulgurante y en la luna llena…

De vuelta de los confines de la vida, he aprendido a amar las sombras pálidas, los claroscuros, los reflejos volátiles, los tenues destellos de luz, así como los senderos que no conducen a parte alguna sino a la efímera satisfacción de recorrerlos, he aprendido a escuchar en los silencios de la noche las voces lejanas de gentes que, estén o no estén, fueron y ya no son, y a discernir voces aún más antiguas, casi tan antiguas como la misma noche, que me hablan con palabras que desconozco y que, sin embargo, creo comprender.

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