Como perdido entre la vigilia y el sueño, caminaba bajo enjambres de sombra, como amnésico o surgido de la nada y sin pasado, pero guiado por una conducta imbuida, debía tomar un tren sin saber ni hacia dónde ni para qué.
Pero los trenes
pasaban, raudos, sin detenerse, o llegaban gimientes, para desmoronarse en una
vía muerta, o marchaban mientras yo permanecía aturdido como un sonámbulo
sentado en el vestíbulo de la estación desierta.
Al tiempo, puse
en duda la necesidad de la marcha y ensimismado recorrí las estancias vacías
buscando en ellas alguna respuesta. Exploré luego los andenes desiertos, los
yermos adyacentes, los cañizares cenagosos, las escombreras de la memoria y los
senderos marchitos.
Huérfano,
mendigo, derrotado, vacío… sin esperanza, me dejé arrastrar por una corriente inmóvil,
pero vertiginosa. Desalentado, miré como se agrietaba la madera de las puertas
y como se desmoronaban las paredes del vestíbulo. Indolente escuché como la
carcoma y los relojes penetran hasta el corazón de la materia destruyéndola
toda.
De repente desperté, había escuchado la llamada de la sangre y eché a correr a través del páramo, hacia el corazón obscuro del bosque lejano, hacia el viento que ruge con furia entre las ramas de los árboles más altos, hacia el remanso de agua límpida y plácida, hacia el fuego áureo que abrasa el alma helada, hacia la tierra que acoge con la sabia dulzura de una madre y la serena dureza de un padre poderoso.
Me encontré en el
roble y el serbal, en el cardo y la violeta, en la brisa y en el torbellino, en
el cielo transparente y en las nubes de tormenta, en la gota de rocío y en el
remolino turbulento, en la cima y en lo hondo del barranco, en el sol
fulgurante y en la luna llena…
De vuelta de los confines de la vida, he aprendido a amar las sombras pálidas, los claroscuros, los reflejos volátiles, los tenues destellos de luz, así como los senderos que no conducen a parte alguna sino a la efímera satisfacción de recorrerlos, he aprendido a escuchar en los silencios de la noche las voces lejanas de gentes que, estén o no estén, fueron y ya no son, y a discernir voces aún más antiguas, casi tan antiguas como la misma noche, que me hablan con palabras que desconozco y que, sin embargo, creo comprender.
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