El capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura del hombre unidimensional. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, sometido a lo que manda la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil. Débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, fanático de los deportes y los estadios, devoto del dinero y partidario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas pequeñas, tonto, necio, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, sin memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y con algunos rasgos de la manera de ser que define un fascismo ordinario. Constituye un socio ideal para cumplir su papel en el vasto teatro del mercado nacional, y luego mundial. Este es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se alaban actualmente. (Michel Onfray)


miércoles, 19 de enero de 2011

EL RETORNO DEL CAPITÁN (2002)

Como si hubieran transcurrido la víspera, recordábamos sucesos de épocas lejanas.
Cuando las tardes invernales descendían sobre las colinas, acurrucados junto al hogar, tratábamos en vano de calentarnos. Ráfagas de aire frío y pegajoso que conseguían penetrar en la cocina hacían y deshacían volutas de humo plomizo. Arabescos. Trazos fascinantes. Una llovizna desacompasada ocultaba a ratos la visión del escaso paisaje que las brumas no habían ocupado.
En vano tratábamos de darnos ánimos recordando hazañas y aventuras de tiempos pasados. Quizá consiguiéramos sugestionarnos por un instante, los ojos entornados, pero la ilusión se desvanecía con un suspiro profundo, el silencio bajo la lluvia y el viento, la mirada fija en los troncos macilentos.

     Galopamos, libres, hasta reventar nuestras cabalgaduras. Los cabellos al viento. Llegar hasta los acantilados. Bordear vertiginosamente el abismo. Entre risas y gritos. Por instinto.
Subir hasta las cimas. Mirar el sol. Bajar alocadamente hacia el río. Corazón palpitante. Zambullirse en la hoya helada. Tumbados sobre las rocas. Sentir el placer del calor sobre la piel desnuda. Dulce languidez.
¾Y ahora, ¿adónde, capitán?
El crepúsculo en la taberna. Saciar el hambre y la sed. Música festiva de violines y acordeones. Danzas vertiginosas. Trazos fascinantes. Ritmos que se trenzan y destrenzan.
Recorrer vertiginosamente su cuerpo. Entre risas y gritos. Como un extranjero: sin ataduras, sin sentimientos, por instinto. Corazón palpitante. Zambullirse en el placer ardiente. Dulce languidez.

Marchar al alba. Atravesamos orgullosos, despreocupados, las callejas silenciosas. Herraduras contra pedernales. Galopar. Recorremos los caminos. Hacia la costa. Pasamos junto a los chamizos. Deprisa, deprisa. Que queden atrás. Desde sus puertas nos contemplan somnolientos, ensimismados.

Al llegar el alba, un rumor lejano, oíamos el galopar de la partida del capitán. Como ayer mismo venían a buscarnos.
¾Rápido, rápido. No le hagamos esperar.
Al abrir la puerta nos embriagaba la frescura del rocío, la fragancia de los campos de mayo.
Pasaban frente a nosotros, despreocupados, arrogantes. Los cabellos al viento. Hacia la costa, hacia el vértigo, a pasearse sobre el filo de la arista, sobre el abismo.
¾¡Esperad, esperad!
¾¡Capitán, capitán!
Y desde la puerta los veíamos pasar, con ojos somnolientos, entelados. Viejos.

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