Fotografía de Gabriela Salazar |
—Antes de la guerra no jugaba con nadie. Cerca de
casa sólo vivían niños: José, el hijo de la taberna de al lado, Ramón el niño
del primer piso… pero Ramón no bajaba nunca a la calle, tampoco jugaba nunca,
no le dejaban, estaba enfermo del corazón.
Permanece un momento en silencio, con la mirada
perdida en la lejanía.
—Su madre también estaba enferma del corazón. Cuando
se murió, su marido se casó con otra, pero no tuvo suerte, la mujer se
emborrachaba.
—Y, el hijo, ¿qué decía?
—¿De qué?
—De que la madrastra fuera una borracha.
—Nada. Se murió antes que la madre, no llegó a los
veinte años.
Me doy cuenta de que ahora he sido yo quien ha
permanecido en silencio, pensando en una vida triste, truncada de manera efímera,
si la menor oportunidad de resarcirse.
—Al otro lado de la carretera estaban los hijos de
los Pineda, pero esos tenían un jardín grande, nunca salían a la calle, como
las hermanas Batrina. ¿Te acuerdas de la casa?
—Sí, cuando era pequeño la casa, junto con la
fábrica, todavía ocupaba toda la manzana. Y tenían un mercedes…
—¿Te acuerdas de eso?
—Sí, era un coche que me gustaba. ¿Había más niños?
—Alberto, el hijo de La Negra, una que durante la
guerra iba con uniforme de miliciana.
—Al nieto de esa lo conozco, es un poco mayor que
yo, ahora es homosexual, bueno debía haberlo sido siempre, pero hace años salió
de armario como se dice ahora.
—Vaya.
—Y tenía hijos y todo.
—También había otros dos niños en la calle de atrás,
Hermías y Juan. Jugaban a pelota o tiraban chapas a la pared, chapas de
cerveza, a ver quién las dejaba más cerca de la pared. Yo solo los miraba, no
eran juegos de niñas. El pobre José tampoco jugaba mucho, a veces su padre le
pegaba si no estaba junto a la puerta de la taberna cuando salía a buscarlo.
No me extraña, recuerdo a José de mayor, gordo y
triste, dueño de una discoteca siniestra construida justo sobre el solar donde
se encontraban todas aquellas casas. Una discoteca en la que cada fin de semana
eran habituales las peleas multitudinarias que se prolongaban por las calles
aledañas.
—Luego, cuando llegó la guerra y cerraron el colegio
de las carmelitas, los padres de las hermanas Bartrina le dijeron a mis padres
si quería ir a jugar a su casa…
—¿Antes nunca…?
—No, claro, cuando iban al colegio nunca salía a
jugar a la calle, eran gente muy religiosa y les debía parecer que… Tenían un
jardín, no tan grande como el de los Pineda, pero muy bonito. A veces también jugábamos
en el desván con su hermano Avelino, jugábamos a misa, el hermano se disfrazaba
como de cura y rezábamos el rosario…
—¿Lo encontrabas divertido?
—No había tenido nunca amigas. Además, era otra
época.
—Sí, claro.
—Nunca había tenido amigas y pocas veces había ido a
misa, la abuela no creía.
—No hace falta que me lo digas.
—En casa eran muy materialistas y me gustaba la
espiritualidad de las Bartrina. A veces hacíamos promesas. «Hoy no jugaré. Le
ofreceré ese sacrificio a Dios», entonces si venían a buscarme para jugar les
ponía alguna excusa y me quedaba en casa. Y no les podía decir que era por una
promesa, el sacrificio habría perdido todo su valor si no era secreto.
—¡Jo…!
—Cuando terminó la guerra me pusieron a trabajar y
se acabaron todos los juegos.
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