Era un joven alto y seguro de sí mismo. Algo mayor que el resto de los
muchachos y muchachas que escuchaban embelesados sus historias de ácidos regalados
a cientos en salas de concierto holandesas, de orgías rituales en santuarios
hippies de las islas griegas, de visitas a Dalí en Port Lligat…
Trazaba garabatos en cartulinas viejas, a veces abombadas por la humedad, otras extrañamente trapezoidales, nunca impolutas y regulares. Casas de pescadores hacinadas al borde de un mar siempre liso, masas vegetales confusas,
aludes de nubarrones oscuros, vagas figuras antropomórficas… Los rellenaba de color con cuatro trazos de
acuarela o de rotuladores escolares y los vendía con facilidad, casi siempre
a mujeres cercanas a la cuarentena: propietarias de tiendas de moda juvenil o de futilidades y minucias, esposas de abogados, médicos y arquitectos.
Los viejos pintores le ignoraban a conciencia, molestos porque su éxito
los privaba de la admiración de la juventud que frecuentaba el bar del ateneo. Él
les devolvía la misma moneda, pero no era por maldad u orgullo, era algo espontáneo,
propio de su naturaleza egocéntrica.
Cuando mediaban los setenta, comprendió que podía vivir del arte, pero
que para ello debía completar su formación. Un día me invitó a visitar su
taller y allí descubrí unos esbozos de anatomía humana hechos a partir de historietas
de Chester Gould, ni lo ocultaba ni me lo negó. Su conversación, como siempre, me
pareció aburrida e intranscendente, pero sus intereses empezaban a ser
distintos. Ensayaba nuevos temas en acrílicos y oleos, perseguía la atención de
los críticos, buscaba un marchante que le comprendiera.
Pasaban los años. Dejamos de tratarnos. Cambió los ácidos y las orgías
por la cerveza y las comilonas. Los viajes por Europa por las visitas a los
bajos fondos de Barcelona.
Su séquito fue desapareciendo bajo el paso destructor de los horarios
regulares, del cuidado de los hijos, de las obligaciones profesionales. Las
nuevas generaciones lo ignoraban y se sintió solo.
Las mujeres maduras se convirtieron abuelas y renunciaron a
realizar con él sus fantasías. Buscó una compañera fija, con un oficio que le garantizara
una relativa estabilidad económica.
El descrédito cayó sobre la pintura, el concepto se impuso a la concreción.
La burguesía dejó de apreciar los oropeles que proporcionaban las visitas a la ópera
o la exhibición de óleos en sus comedores y despachos. Pero a él no le quedó más
remedio que ir probando cosas nuevas...
Abandonó Grisalla para refugiarse en un pueblecito de interior cercano
a la Costa Brava. Expuso en galerías frecuentadas por turistas con intereses
culturales. Un caleidoscopio comprado en un mercadillo se convirtió en una inagotable
fuente de inspiración y en el origen de sus modestos ingresos. Murió un día, de repente, sin dejar casi nada
que justifique mi recuerdo.
Reconozco que hubo un momento en que realizó una obra que me atrajo
antes de perderse a sí mismo en la creación de pinturas coloridas y ornamentales.
Una serie de cuadros cercanos por azar al expresionismo abstracto: sábanas sucias y arrugadas,
ropa interior amontonada sobre almohadas amarillentas, manchas de semen y otras
secreciones corporales, salpicones de comida grasienta y vino tinto. Su corazón
al desnudo.
Agradezco a Michele del Campo que me haya permitido reproducir la fotografía en la que se le ve trabajando en "Consuming Desire".
ResponderEliminarPor descontado, nada tiene que ver Michele del Campo con el artista de mi ficción.
http://micheledelcampo.wordpress.com/