Fotografia de Jordi Gual |
Después de largas horas
de tertulia en el ateneo, siempre acababa sus peroratas con la misma frase.
—Un día de estos mi mujer
me va a echar de casa y acabaré viviendo en la caseta del perro.
Y nos entraba la risa.
Entonces se levantaba del asiento y sonreía de oreja a oreja, enseñando toda la
dentadura, y movía la cabeza de un lado a otro, antes de marcharse, como un
perro que expulsara sus pulgas.
Nos reíamos de su cuerpo
escuálido, de sus andares saltarines, de su bigotito trasnochado, de su fingida
tragedia, de su edad…
No sé que podía sucederle
con su pareja para que siempre acabara sus lamentaciones con ese estribillo.
Cuando iban juntos de paseo el gesto de sus rostros no reflejaba nada,
absolutamente nada. Éramos jóvenes, sabíamos poco de máscaras.
El hombre que iba a
acabar viviendo en una caseta de perro no era mucho mayor que nosotros, pero
cuando uno es joven considera que seis o siete años más colocan al otro tras la
frontera de un país lejano. Pero quizá realmente él era más joven que nosotros
porque hay una edad que no se mide con el número de años. Todos, pese a
nuestros sueños, ya sabíamos. ¿Quién no había conocido, allí mismo, a tantos y
tantos artistas derrotados?
En alguna ocasión, de
vuelta a casa, antes de dormir, reconocía en secreto nuestra impotencia. Nos
sabía carentes de cualidades, faltos de suficiente voluntad, inferiores en todo
a los viejos vencidos que nos ignoraban hundidos en sus sillones: farmacéuticos
poetas, solteronas pianistas de soledades, profesores que pudieron haber sido
pequeños filósofos, drogueros que eran pintores dominicales, amas de casa
acuarelistas, buscavidas que quisieron ser actores… y quizá todos ellos grandes
maestros del arte de vivir, grandes maestros del fracaso.
Y, en cambio, él creía en
su triunfo, estaba seguro. Siempre se encontraba dispuesto para representar
cualquier papel, en cualquier obra, por humilde que fuera. En una ocasión,
incluso, se afeitó el bigote para interpretar a una mujer.
¿A qué aspiraba? ¿Creía,
quizá, que un día podría vivir como actor? ¿Tal vez esperaba convertirse en
estrella de cine? Creo recordar que ese era su anhelo último. Mientras, se
dedicaba al teatro de aficionados.
Le perdí de vista cuando
dejé de frecuentar el ateneo y a los amigos. Me enamoré, conseguí trabajo en el
banco, contraje matrimonio, tuve hijos, la vida se me aletargó, luego vino el
divorcio, marché de Grisalla, viví en Barcelona… Los años pasaron,
imperceptibles.
Un día, un fin de semana,
quise romper mi rutina, la monotonía. Entré en un cine desconocido, ruinoso, en
un barrio extraño. Me dirigía hacia la taquilla, absorto en mis cosas, cuando
le vi allí, al otro lado. Me reconoció al instante, se incorporó hasta sacar la
cabeza casi fuera de la ventanilla, sonrió de oreja a oreja, enseñando toda la
dentadura, y movió la cabeza de un lado a otro, como un perro que expulsara sus
pulgas.
Pagué la entrada, no
quise detenerme, balbuceé un saludo, detrás de mí una pareja esperaba su turno.
Al acabar la sesión, me escabullí, no quise hablar con él, no quise
preguntarle.
No he vuelto a verle
desde entonces. Y han pasado ya muchos años.
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