Portada de una edición israelí de un disco de grandes éxitos de The Beatles. |
Algunos días, sin que se sepa el motivo, se presenta en el café del ateneo vestido de gala: chaqueta y camisa claras de grandes cuadros sutiles, pantalones
y pajarita de seda de color gris perla.
Se sienta en su taburete al final de la
barra y se dispone a pasar allí unas cuantas horas, como de costumbre, pero esos
días, sin que se sepa el motivo, no habla con nadie: se pone unos auriculares y
se pasa la tarde y la noche escuchando música —en algunos momentos se le oye
tatarear algunas de las canciones más dulzonas de los Beatles—, silencioso y
ausente.
En esas ocasiones, se hace servir unos grandes vasos de cerveza negra en los que el camarero ha sepultado un vasito con una mezcla de whisky
y licor de crema irlandesa.
Hacia la medianoche, se levanta con paso vacilante y se marcha hacia
su casa sin decir palabra.
Al día siguiente, vuelve al café, vestido sin ningún cuidado, se sienta
en su taburete al final de la barra y se dispone a pasar allí unas cuantas
horas, como de costumbre, hablando con unos y con otros, discutiendo a voces
sobre tenistas o coches deportivos de otros tiempos, evocando con ternura figuras
olvidadas de la música popular o explicando largos chistes con aire taciturno, bebiendo sin parar esa horrible cerveza tan típica de los bares catalanes mientras mira
con sus ojos celestes a las jóvenes que pasan por su lado sin verle, sin ver a
ese muchacho de largos cabellos blancos.
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