Quinto Congreso de la CNT, 1979 |
Allí vivió Padilla, en esa esquina, en una de
aquellas típicas casas baratas. No era suya, no, él no tenía nada propio, aparte
de un poco de ropa vieja.
Entonces no había avenida, sino dos calles estrechas
y solitarias separadas por las vías del tren. Aquí, en esta otra esquina, había
un bar y, ya fuera verano o invierno, siempre había un policía vigilando desde
la barra y aún así…
Qué pocos le recuerdan ahora. Mientras otros se
instalaban cómodamente en Toulouse y se peleaban por convertirse en paradigmas
de la fidelidad a los principios, él volvió al interior en cuanto pudo, a la
lucha verdadera.
La lucha en el taller, en las calles, en el frente,
en la resistencia… contra el capataz, contra la policía, contra los pistoleros
de la patronal, contra el ejército rebelde, contra las tropas de ocupación alemanas y de nuevo contra
la policía, contra todos los enemigos de la humanidad doliente, contra toda injusticia
que pudiera sufrir cualquiera de sus semejantes.
Se instaló en una ciudad lejana, donde no pudieran
reconocerlo. Así pasó unos meses hasta que, de manera inevitable, perdió la
libertad, y con ella también a una compañera cansada de esperarle y a un hijo
que casi no conocía y que necesitaba un padre cercano y protector. ¿Podría
decir sin temor a parecer vejatorio que, al fin, Padilla quedó a solas con su
verdadera pasión? Quizá. ¿Por qué debe extrañarnos que alguien se deje guiar
por un sentimiento ancestral? Tal vez seamos nosotros los extraños cuando
aceptamos que todo se reduzca a la forma de vida que nos ha sido impuesta.
Al cabo de unos años, al salir de la cárcel, volvió
a Grisalla y su casa se convirtió en un lugar de referencia tanto para los
pocos que aún se atrevían a intentar plantar cara al régimen, como para los
emisarios que llegaban de Francia, pero también para los odiosos miembros de la
Secreta.
Y pasaron años y más años, entregado a la causa,
moviendo los hilos, urdiendo la trama, y volvieron tiempos de relativa libertad
y, de repente, se encontró en el centro de una vorágine de viejos y nuevos
compañeros, algunos dispuestos a servir y otros a medrar en una organización de
crecía de forma desmesurada y parecía convertirse de nuevo en una fuerza
poderosa.
Pero estorbaba, sí. ¿Erraron quienes afirmaban que
no sabía adaptarse a la democracia, que ya no era el hombre adecuado para
encabezar la organización, que sólo sabía actuar en la clandestinidad? Quizá no,
pero… ¿por qué hubieron de recurrir también a la calumnia?
Ahora, en el lugar donde conocí a Padilla, se
levanta un bloque de pisos que ocupa el espacio de cinco o seis de aquellas casas,
y justo dónde estaba la habitación en la que le encontraron muerto una madrugada
de hace treinta años, hay ahora la entrada del aparcamiento de un centro
comercial cercano.
Si cierro los ojos, aún le veo. Como la última vez,
viene caminando hacia mí por la vieja calle polvorienta con los brazos cruzados
sobre el pecho, la mirada enérgica y una media sonrisa amarga en el rostro.
Los coches entran y salen, y los conductores tienen
impreso en sus caras el gesto de cansancio propio de quienes sufren un mundo
en el que se vive deprisa, demasiado deprisa, en el que las vidas enloquecen y
giran y giran, encerradas en una ruta circular que no lleva a ningún destino. Si
se detuvieran, acostumbrados como están a esa rutina, les asfixiaría el gran
vértigo. Si dejara de pensar, no es un ningún secreto,
escucharía los latidos de su angustia reptando entre jirones de soledad.
En aquest cas, la figura del protagonista està basada de forma bastant fidel en una persona real, el llibertari terrassenc Josep Padilla i Boloix, "Padilla".
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