Cabeza de maniquí en una calle de Fukushima, cuatro días después del tsunami del 11 de marzo de 2011 (Fotografía de Wally Santana). |
huellas de gata Tatuadas
Es una adolescente, pero tiene ya el cuerpo y la
presencia de una mujer adulta aunque luzca tatuadas tres minúsculas huellas de
gata sobre sus tobillos aún de niña.
No he vuelto a verla desde que acabaron los días de escuela. Cada mañana coincidíamos, unos minutos en la parada y unos
cuantos más minutos en el trayecto. Su viaje acababa
en el centro; yo continuaba, ya taciturno, hasta un barrio en el extremo
opuesto de la ciudad.
Aparecía por la bocacalle más cercana, cruzaba la
avenida, se aproximaba, siempre con un cigarrillo encendido en la mano, con su
cabellera rojiza y una mirada como arrogante que no concordaba con la dulzura
de su voz.
La miraba con disimulo apoyado en un árbol o medio resguardado
tras la pared transparente de la marquesina. Durante el trayecto, si la suerte me
era favorable, nos sentábamos frente a frente, sus rodillas rozando mis
rodillas, su corazón palpitante insuflando sin saberlo una frescura alegre en
el mío.
¿Qué deseo de ella? Contemplarla, nada más que eso;
o, mejor aún, haber podido mirarla a los ojos sin tener que esconder la mirada. Y a través de ellos, respirar su vivacidad, absorber la energía que irradia.
Y ella, ¿cómo ha debido verme durante todo este tiempo? ¿Cómo un hombre insignificante al que no debe tener en cuenta? ¿Cómo
un viejo triste que espía a la mujeres de reojo? Sin embargo, ni siquiera eso soy. Acaso
un cadáver flotante, un ahogado que gira y gira en un remolino hediondo del río
de la vida.
Ahora, mientras me desplazo en el autobús vacío, la
imagino de aquí a treinta años, subiendo a un autobús como este, camino de su trabajo.
La veo dando los buenos días tras la caja de un
supermercado, velando bebes en un parvulario o domeñando adolescentes de
bachillerato, atendiendo el teléfono mientras teclea en el ordenador o mordiéndose
las uñas en la cola del paro, girando y girando en un remolino lento y viscoso del
río de la vida.
¡Pobre muchacha! La mirada cansina, los dientes
manchados, los hombros caídos, el vientre inflado, las piernas cubiertas de
hiedra envenenada, los tobillos hinchados con las tres minúsculas huellas de
gata desdibujadas…
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