¿Habéis sentido alguna vez como si vuestro coche estuviera
parado y fuera la calle la que se desliza ante vuestros ojos?
Quizá eso os suceda los días en que por algún motivo
desconocido habéis dejado de sufrir esa angustia profunda que os impele a vivir
con ansia, como si fuerais una bestia furiosa que lucha por su supervivencia,
como si subierais desesperadamente a por aire desde las profundidades.
Así me sentía, libre de angustia, cuando la mirada se me ha detenido
en una fachada que me era familiar. Recuerdo cuando se derribaron las dos
viejas casas polvorientas que ocupaban el solar. En
su lugar se construyó un edificio de tres plantas, distinto del resto de
edificios del barrio, sencillo pero de líneas elegantes, colores
sutiles y armonía acogedora.
Recuerdo vagamente al matrimonio que se instaló en ella, algo más a la
esposa, una mujer de mediana edad con una mirada suave
y una sonrisa delicada.
Yo vivía cerca entonces, una travesía más allá. Era
una zona muy ruidosa. En verano, cada noche me despertaban los gritos de los
borrachos, los frenazos, los choques entre coches… Hace muchos años de eso.
Ahora el edificio está deshabitado. En el balcón hay un rótulo que indica que se encuentra en venta. Hay señales de un largo
abandono.
¿Dónde estarán ahora las ilusiones de aquella mujer?
¿Tuvo hijos? ¿Qué se hizo de su ternura? ¿Habrá muerto o malvive interna en una residencia?
Puestos a pensar, me pregunto dónde se pudren las
ilusiones que yo tenía en aquella época.
Si ya no hay esperanza, tampoco hay angustia. Quizá
por eso hoy me siento extrañamente sereno mientras veo deslizarse el tiempo
pasado ante mis ojos.
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