LAS PALOMAS
REVOLOTEABAN A SU ALREDEDOR
Durante años, desde mi
ventana, he contemplado el paisaje más cercano. Auroras liberadoras, mañanas
grises, mediodías soleados o impregnados por la melodía de la lluvia. Un oasis
en la dureza del trayecto agotador. Voluntariamente agotador. Tras el empeño de
vivir varias vidas en una.
Desde lo alto, contemplo
un horizonte de casas viejas, un antiguo barrio obrero. Viviendas sencillas,
minúsculas, de planta baja, piso y patio con un rosal o un arbolito en el
fondo. Y pequeños bloques de pisos acurrucados. En esos mundos viven gentes que
miran hacia la vida tras los cristales o que arrancan las hojas muertas de los
geranios.
A veces, de tanto mirar y
mirar, me abstraigo y repaso mis errores, mis oportunidades perdidas, mis
ilusiones lejanas, mis pequeños fracasos. O grabo y regrabo en mi conciencia
las pruebas de la maldad y estupidez de las personas que rigen los destinos del
mundo.
Durante años, desde mi
ventana, he contemplado el perfil inmutable de las montañas y los cambios
lentos del paisaje urbano. Por ejemplo, los de aquella casa en la que, domingo
tras domingo por la mañana, veía a un hombre trabajar en su terraza. En la
época de la que os hablo, construyó, plácidamente, ladrillo a ladrillo, un gran
cobertizo. Después, trajinó en el interior, supuse que levantaba algunos
tabiques, que enyesaba las paredes o que... No sé.
Quizá, mucho antes de
residir yo aquí, ya aquel hombre habría construido la casa entera con sus
propias manos. Primero, habría levantado las paredes y la fachada, luego habría
instalado las vigas y los listones para la cubierta y por último había colocado
las baldosas revistiéndola. Siempre con la misma actitud calmosa. Quizá…
Hacia el mediodía, como
una rutina, contemplaba un rato su obra y luego se sentaba y leía un periódico
mientras las palomas revoloteaban a su alrededor.
¿Vivía solo? Nunca vi a
nadie que subiera a la terraza, ni para hablarle ni para contemplar sus
progresos en la obra. No sé…
¿Cómo sería la cara de
aquel hombre? Entonces me la figuraba de rasgos fuertes, de mirada enérgica y
al tiempo sosegada, pero desde mi ventana sólo distinguía con precisión la
blancura de sus cabellos. Tal vez nos cruzásemos distraídamente cada mañana,
camino de nuestros trabajos, o los sábados por la tarde, de paseo por las
anchas avenidas, ensimismados, sin reconocernos.
Durante semanas — quizá
fueran algunos meses— no me preocupé de lo reiterado de su ausencia. «Es lógico»,
pensé al advertirla, «¿no habrá acabado ya con todo cuanto hubiera proyectado
tiempo atrás?»
Y pasaron los meses
—quizá fueran algunos años— hasta que un día vi señales inequívocas de que en
la casa se estaban realizando obras, grandes obras.
«¿Dónde estará, qué se habrá
hecho del hombre de la terraza?», me preguntaba mientras veía trabajar a
albañiles y pintores.
El gran cobertizo se
convirtió en un estudio, sus pequeñas ventanas se transformaron en un amplio ventanal,
las persianas verdes de madera fueron sustituidas por otra de tonos acerados.
Ahora, allí donde trabajaba
de manera minuciosa el hombre de las palomas, vive ahora una pareja joven y
arrogante. Los domingos por la mañana, incluso algunos de invierno, se les ve tomando
el sol en la terraza.
Cuando anochece, a veces,
aún los veo exhibir su esbelta desnudez tras la gran cristalera. Allá lejos.
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