El capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura del hombre unidimensional. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, sometido a lo que manda la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil. Débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, fanático de los deportes y los estadios, devoto del dinero y partidario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas pequeñas, tonto, necio, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, sin memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y con algunos rasgos de la manera de ser que define un fascismo ordinario. Constituye un socio ideal para cumplir su papel en el vasto teatro del mercado nacional, y luego mundial. Este es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se alaban actualmente. (Michel Onfray)


domingo, 1 de septiembre de 2013

EL CORRETEO INCESANTE DE LOS LOBOS (2013)




Mirábamos el correteo incesante de los lobos por aquel recinto cerrado. 

Nos rodeaban un jardín de fresnos, álamos y abedules, un riachuelo manso y más allá una valla casi invisible, coronada por una alambrada, que separaba el parque del bosque.

—Me dan lástima —dijo ella—. Deberían estar en libertad.

—Viven como tú y yo hemos vivido nuestros últimos cuarenta años, encerrados en nuestros trabajos, refugiados en nuestras casas. Viven como todos los que trabajamos por un salario, viendo pasar los días privados de libertad.

—No es lo mismo, no, es muy distinto...

Mientras contemplaba ensimismado el reiterativo y absurdo movimiento de la pareja de bestias, me acordé de la perrita que tuvimos hace ya mucho tiempo.

—Son idénticos a Tancat, ¿te das cuenta? La cola un poco más corta.

«Y la mirada, también era muy distinta. Su mirada era casi humana», pensé.

Entonces me vino a la memoria aquel día lejano en el que tuve una revelación cuando paseaba con mi perra por una avenida y me encontré con aquel antiguo amigo que había vuelto a Grisalla, después de algunos años de ausencia, casado y con hijos.

—No sé cómo se os ocurre tener perros en la ciudad —comentó, después de saludarnos—. Me dan lástima, encerrados todo el día en un piso.

—Acababa de nacer y unos niños me la ofrecieron, no iba a dejar que muriera...

—Para que sufran desnaturalizados, valdría más que los dejáramos morir.

No contesté. Mirando a las dos bestezuelas que, furiosas, le colgaban de los brazos, sentí como si un destello hiciera caer el velo que cegaba mi conciencia y de repente lo viera todo claro.

No despegué los labios. No pude ni quise revelarle lo que acababa de advertir, por prudencia… o por misericordia.

El correteo incesante de los lobos muertos. Obscuro y abrupto —y tan cercano—, el bosque.


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