El capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura del hombre unidimensional. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, sometido a lo que manda la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil. Débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, fanático de los deportes y los estadios, devoto del dinero y partidario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas pequeñas, tonto, necio, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, sin memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y con algunos rasgos de la manera de ser que define un fascismo ordinario. Constituye un socio ideal para cumplir su papel en el vasto teatro del mercado nacional, y luego mundial. Este es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se alaban actualmente. (Michel Onfray)


miércoles, 27 de junio de 2012

TRAYECTO Y PROCESO (2012)



Detalle de la obra Consuming Desire (2012), Michele del Campo. 

Era un joven alto y seguro de sí mismo. Algo mayor que el resto de los muchachos y muchachas que escuchaban embelesados sus historias de ácidos regalados a cientos en salas de concierto holandesas, de orgías rituales en santuarios hippies de las islas griegas, de visitas a Dalí en Port Lligat…

Trazaba garabatos en cartulinas viejas, a veces abombadas por la humedad, otras extrañamente trapezoidales, nunca impolutas y regulares. Casas de pescadores hacinadas al borde de un mar siempre liso, masas vegetales confusas, aludes de nubarrones oscuros, vagas figuras antropomórficas…  Los rellenaba de color con cuatro trazos de acuarela o de rotuladores escolares y los vendía con facilidad, casi siempre a mujeres cercanas a la cuarentena: propietarias de tiendas de moda juvenil o de futilidades y minucias, esposas de abogados, médicos y arquitectos.

Los viejos pintores le ignoraban a conciencia, molestos porque su éxito los privaba de la admiración de la juventud que frecuentaba el bar del ateneo. Él les devolvía la misma moneda, pero no era por maldad u orgullo, era algo espontáneo, propio de su naturaleza egocéntrica.

Cuando mediaban los setenta, comprendió que podía vivir del arte, pero que para ello debía completar su formación. Un día me invitó a visitar su taller y allí descubrí unos esbozos de anatomía humana hechos a partir de historietas de Chester Gould, ni lo ocultaba ni me lo negó. Su conversación, como siempre, me pareció aburrida e intranscendente, pero sus intereses empezaban a ser distintos. Ensayaba nuevos temas en acrílicos y oleos, perseguía la atención de los críticos, buscaba un marchante que le comprendiera.

Pasaban los años. Dejamos de tratarnos. Cambió los ácidos y las orgías por la cerveza y las comilonas. Los viajes por Europa por las visitas a los bajos fondos de Barcelona.

Su séquito fue desapareciendo bajo el paso destructor de los horarios regulares, del cuidado de los hijos, de las obligaciones profesionales. Las nuevas generaciones lo ignoraban y se sintió solo.

Las mujeres maduras se convirtieron abuelas y renunciaron a realizar con él sus fantasías. Buscó una compañera fija, con un oficio que le garantizara una relativa estabilidad económica.

El descrédito cayó sobre la pintura, el concepto se impuso a la concreción. La burguesía dejó de apreciar los oropeles que proporcionaban las visitas a la ópera o la exhibición de óleos en sus comedores y despachos. Pero a él no le quedó más remedio que ir probando cosas nuevas...

Abandonó Grisalla para refugiarse en un pueblecito de interior cercano a la Costa Brava. Expuso en galerías frecuentadas por turistas con intereses culturales. Un caleidoscopio comprado en un mercadillo se convirtió en una inagotable fuente de inspiración y en el origen de sus modestos ingresos. Murió un día, de repente, sin dejar casi nada que justifique mi recuerdo.

Reconozco que hubo un momento en que realizó una obra que me atrajo antes de perderse a sí mismo en la creación de pinturas coloridas y ornamentales. Una serie de cuadros cercanos por azar al expresionismo abstracto: sábanas sucias y arrugadas, ropa interior amontonada sobre almohadas amarillentas, manchas de semen y otras secreciones corporales, salpicones de comida grasienta y vino tinto. Su corazón al desnudo.



martes, 26 de junio de 2012

LA CASETA DEL PERRO (2012)



Fotografia de Jordi Gual


Después de largas horas de tertulia en el ateneo, siempre acababa sus peroratas con la misma frase.
—Un día de estos mi mujer me va a echar de casa y acabaré viviendo en la caseta del perro.
Y nos entraba la risa. Entonces se levantaba del asiento y sonreía de oreja a oreja, enseñando toda la dentadura, y movía la cabeza de un lado a otro, antes de marcharse, como un perro que expulsara sus pulgas.
Nos reíamos de su cuerpo escuálido, de sus andares saltarines, de su bigotito trasnochado, de su fingida tragedia, de su edad…
No sé que podía sucederle con su pareja para que siempre acabara sus lamentaciones con ese estribillo. Cuando iban juntos de paseo el gesto de sus rostros no reflejaba nada, absolutamente nada. Éramos jóvenes, sabíamos poco de máscaras.

El hombre que iba a acabar viviendo en una caseta de perro no era mucho mayor que nosotros, pero cuando uno es joven considera que seis o siete años más colocan al otro tras la frontera de un país lejano. Pero quizá realmente él era más joven que nosotros porque hay una edad que no se mide con el número de años. Todos, pese a nuestros sueños, ya sabíamos. ¿Quién no había conocido, allí mismo, a tantos y tantos artistas derrotados?

En alguna ocasión, de vuelta a casa, antes de dormir, reconocía en secreto nuestra impotencia. Nos sabía carentes de cualidades, faltos de suficiente voluntad, inferiores en todo a los viejos vencidos que nos ignoraban hundidos en sus sillones: farmacéuticos poetas, solteronas pianistas de soledades, profesores que pudieron haber sido pequeños filósofos, drogueros que eran pintores dominicales, amas de casa acuarelistas, buscavidas que quisieron ser actores… y quizá todos ellos grandes maestros del arte de vivir, grandes maestros del fracaso.
Y, en cambio, él creía en su triunfo, estaba seguro. Siempre se encontraba dispuesto para representar cualquier papel, en cualquier obra, por humilde que fuera. En una ocasión, incluso, se afeitó el bigote para interpretar a una mujer.
¿A qué aspiraba? ¿Creía, quizá, que un día podría vivir como actor? ¿Tal vez esperaba convertirse en estrella de cine? Creo recordar que ese era su anhelo último. Mientras, se dedicaba al teatro de aficionados.

Le perdí de vista cuando dejé de frecuentar el ateneo y a los amigos. Me enamoré, conseguí trabajo en el banco, contraje matrimonio, tuve hijos, la vida se me aletargó, luego vino el divorcio, marché de Grisalla, viví en Barcelona… Los años pasaron, imperceptibles.
Un día, un fin de semana, quise romper mi rutina, la monotonía. Entré en un cine desconocido, ruinoso, en un barrio extraño. Me dirigía hacia la taquilla, absorto en mis cosas, cuando le vi allí, al otro lado. Me reconoció al instante, se incorporó hasta sacar la cabeza casi fuera de la ventanilla, sonrió de oreja a oreja, enseñando toda la dentadura, y movió la cabeza de un lado a otro, como un perro que expulsara sus pulgas.
Pagué la entrada, no quise detenerme, balbuceé un saludo, detrás de mí una pareja esperaba su turno. Al acabar la sesión, me escabullí, no quise hablar con él, no quise preguntarle.
No he vuelto a verle desde entonces. Y han pasado ya muchos años.



lunes, 25 de junio de 2012

SERENIDAD (2012)







¿Habéis sentido alguna vez como si vuestro coche estuviera parado y fuera la calle la que se desliza ante vuestros ojos?
Quizá eso os suceda los días en que por algún motivo desconocido habéis dejado de sufrir esa angustia profunda que os impele a vivir con ansia, como si fuerais una bestia furiosa que lucha por su supervivencia, como si subierais desesperadamente a por aire desde las profundidades.

Así me sentía, libre de angustia, cuando la mirada se me ha detenido en una fachada que me era familiar. Recuerdo cuando se derribaron las dos viejas casas polvorientas que ocupaban el solar. En su lugar se construyó un edificio de tres plantas, distinto del resto de edificios del barrio, sencillo pero de líneas elegantes, colores sutiles y armonía acogedora. 
Recuerdo vagamente al matrimonio que se instaló en ella, algo más a la esposa, una mujer de mediana edad con una mirada suave y una sonrisa delicada.
Yo vivía cerca entonces, una travesía más allá. Era una zona muy ruidosa. En verano, cada noche me despertaban los gritos de los borrachos, los frenazos, los choques entre coches… Hace muchos años de eso.

Ahora el edificio está deshabitado. En el balcón hay un rótulo que indica que se encuentra en venta. Hay señales de un largo abandono.

¿Dónde estarán ahora las ilusiones de aquella mujer? ¿Tuvo hijos? ¿Qué se hizo de su ternura? ¿Habrá muerto o malvive interna en una residencia?
 Puestos a pensar, me pregunto dónde se pudren las ilusiones que yo tenía en aquella época.

Si ya no hay esperanza, tampoco hay angustia. Quizá por eso hoy me siento extrañamente sereno mientras veo deslizarse el tiempo pasado ante mis ojos.


viernes, 22 de junio de 2012

ESE MUCHACHO DE LARGOS CABELLOS BLANCOS (2012)



Portada de una edición israelí de un disco de grandes éxitos de The Beatles.


Algunos días, sin que se sepa el motivo, se presenta en el café del ateneo vestido de gala: chaqueta y camisa claras de grandes cuadros sutiles, pantalones y pajarita de seda de color gris perla. 

Se sienta en su taburete al final de la barra y se dispone a pasar allí unas cuantas horas, como de costumbre, pero esos días, sin que se sepa el motivo, no habla con nadie: se pone unos auriculares y se pasa la tarde y la noche escuchando música —en algunos momentos se le oye tatarear algunas de las canciones más dulzonas de los Beatles—, silencioso y ausente.

En esas ocasiones, se hace servir unos grandes vasos de cerveza negra en los que el camarero ha sepultado un vasito con una mezcla de whisky y licor de crema irlandesa.

Hacia la medianoche, se levanta con paso vacilante y se marcha hacia su casa sin decir palabra.

Al día siguiente, vuelve al café, vestido sin ningún cuidado, se sienta en su taburete al final de la barra y se dispone a pasar allí unas cuantas horas, como de costumbre, hablando con unos y con otros, discutiendo a voces sobre tenistas o coches deportivos de otros tiempos, evocando con ternura figuras olvidadas de la música popular o explicando largos chistes con aire taciturno, bebiendo sin parar esa horrible cerveza tan típica de los bares catalanes mientras mira con sus ojos celestes a las jóvenes que pasan por su lado sin verle, sin ver a ese muchacho de largos cabellos blancos.


jueves, 21 de junio de 2012

CUANDO TERMINÓ LA GUERRA (2012)


Fotografía de Gabriela Salazar


—Antes de la guerra no jugaba con nadie. Cerca de casa sólo vivían niños: José, el hijo de la taberna de al lado, Ramón el niño del primer piso… pero Ramón no bajaba nunca a la calle, tampoco jugaba nunca, no le dejaban, estaba enfermo del corazón.
Permanece un momento en silencio, con la mirada perdida en la lejanía.
—Su madre también estaba enferma del corazón. Cuando se murió, su marido se casó con otra, pero no tuvo suerte, la mujer se emborrachaba.
—Y, el hijo, ¿qué decía?
—¿De qué?
—De que la madrastra fuera una borracha.
—Nada. Se murió antes que la madre, no llegó a los veinte años.
Me doy cuenta de que ahora he sido yo quien ha permanecido en silencio, pensando en una vida triste, truncada de manera efímera, si la menor oportunidad de resarcirse.

—Al otro lado de la carretera estaban los hijos de los Pineda, pero esos tenían un jardín grande, nunca salían a la calle, como las hermanas Batrina. ¿Te acuerdas de la casa?
—Sí, cuando era pequeño la casa, junto con la fábrica, todavía ocupaba toda la manzana. Y tenían un mercedes…
—¿Te acuerdas de eso?
—Sí, era un coche que me gustaba. ¿Había más niños?
—Alberto, el hijo de La Negra, una que durante la guerra iba con uniforme de miliciana.
—Al nieto de esa lo conozco, es un poco mayor que yo, ahora es homosexual, bueno debía haberlo sido siempre, pero hace años salió de armario como se dice ahora.
—Vaya.
—Y tenía hijos y todo.
—También había otros dos niños en la calle de atrás, Hermías y Juan. Jugaban a pelota o tiraban chapas a la pared, chapas de cerveza, a ver quién las dejaba más cerca de la pared. Yo solo los miraba, no eran juegos de niñas. El pobre José tampoco jugaba mucho, a veces su padre le pegaba si no estaba junto a la puerta de la taberna cuando salía a buscarlo.
No me extraña, recuerdo a José de mayor, gordo y triste, dueño de una discoteca siniestra construida justo sobre el solar donde se encontraban todas aquellas casas. Una discoteca en la que cada fin de semana eran habituales las peleas multitudinarias que se prolongaban por las calles aledañas.

—Luego, cuando llegó la guerra y cerraron el colegio de las carmelitas, los padres de las hermanas Bartrina le dijeron a mis padres si quería ir a jugar a su casa…
—¿Antes nunca…?
—No, claro, cuando iban al colegio nunca salía a jugar a la calle, eran gente muy religiosa y les debía parecer que… Tenían un jardín, no tan grande como el de los Pineda, pero muy bonito. A veces también jugábamos en el desván con su hermano Avelino, jugábamos a misa, el hermano se disfrazaba como de cura y rezábamos el rosario…
—¿Lo encontrabas divertido?
—No había tenido nunca amigas. Además, era otra época.
—Sí, claro.
—Nunca había tenido amigas y pocas veces había ido a misa, la abuela no creía.
—No hace falta que me lo digas.
—En casa eran muy materialistas y me gustaba la espiritualidad de las Bartrina. A veces hacíamos promesas. «Hoy no jugaré. Le ofreceré ese sacrificio a Dios», entonces si venían a buscarme para jugar les ponía alguna excusa y me quedaba en casa. Y no les podía decir que era por una promesa, el sacrificio habría perdido todo su valor si no era secreto.
—¡Jo…!
—Cuando terminó la guerra me pusieron a trabajar y se acabaron todos los juegos.


miércoles, 20 de junio de 2012

LA CASA DEL MUERTO (2012)


«Un loco» (circa 1810), Francisco de Goya.


Las noches de verano, de madrugada, se oían los gritos de la madre. Insultos, reproches, meros bramidos… Una disputa antigua, un conflicto de familia enquistado desde alguna herencia desafortunada, una conflagración demasiado intensa para ser un simple enfrentamiento entre vecinos.
La casa parecía la causa del problema. «¡La barraca, la barraca, hijadeputa, la barraca, ahora quiere la barraca», chillaba y el viento llevaba su voz hasta los confines del barrio. 
Pero… ¿qué barraca?

Primero murió el padre. Un gigante viejo y silencioso al que había visto algunas noches, deslizándose, pegado a las fachadas de las casas. Murió… o desapareció, ¿quién sabe? En todo caso, la madre, libre de las obligaciones domésticas, empezó a frecuentar la calle. Desencadenada su locuacidad, desparramaba sus reivindicaciones entre los transeúntes que la esquivaban sin mirarla siquiera al rostro.
Fue entonces cuando el hijo, triste y bovino, empezó a volver tarde a casa, de madrugada, ebrio, vacilante.
Un día nos dimos cuenta que también había desaparecido la madre, pero el hijo siguió volviendo de madrugada, ya totalmente borracho, tropezando con los árboles, cayendo de bruces, en silencio.
Nunca había sido gran cosa, le conocía de vista desde que éramos adolescentes. Las muchachas del Centro comentaban entre risas sus mil y una rarezas, pero sólo recuerdo de forma imprecisa que explicaban como sus enormes bocadillos estaban rellenos de un revoltillo inverosímil de restos. 
Jamás oí su voz.

La casa es insólita, algo así como una excrecencia surgida en un costado del edificio principal, un primer piso minúsculo con entrada por un patio extraño, como un patio de luces que colindara con la calle. El resto del edificio siempre me ha parecido deshabitado aunque aún ahora, a veces, de noche, se filtran una luz ténue por las rendijas de las persianas. La puerta principal, siempre cerrada, tiene marcas de fuego y humo que nadie se ha preocupado en eliminar desde que alcanza mi recuerdo.

Un día, una ambulancia y tres o cuatro coches de policía se estacionaron ante la casa. En el barrio se dijo que lo habían encontrado muerto. Sí, hacía días que había observado un enjambre de moscas entrando y saliendo por la ventana abierta de su habitación, lo había intuido.
Desde entonces la casa permanece abandonada y desde la calle, por la ventana abierta, se ve una bombilla sin lámpara colgando del techo. Solitaria.



martes, 19 de junio de 2012

HUELLAS DE GATA TATUADAS (2012)


Cabeza de maniquí en una calle de Fukushima, cuatro días después del tsunami del 11 de marzo de  2011 (Fotografía de Wally Santana).




huellas de gata Tatuadas

Es una adolescente, pero tiene ya el cuerpo y la presencia de una mujer adulta aunque luzca tatuadas tres minúsculas huellas de gata sobre sus tobillos aún de niña.
No he vuelto a verla desde que acabaron los días de escuela. Cada mañana coincidíamos, unos minutos en la parada y unos cuantos más minutos en el trayecto. Su viaje acababa en el centro; yo continuaba, ya taciturno, hasta un barrio en el extremo opuesto de la ciudad.
Aparecía por la bocacalle más cercana, cruzaba la avenida, se aproximaba, siempre con un cigarrillo encendido en la mano, con su cabellera rojiza y una mirada como arrogante que no concordaba con la dulzura de su voz.
La miraba con disimulo apoyado en un árbol o medio resguardado tras la pared transparente de la marquesina. Durante el trayecto, si la suerte me era favorable, nos sentábamos frente a frente, sus rodillas rozando mis rodillas, su corazón palpitante insuflando sin saberlo una frescura alegre en el mío.  
¿Qué deseo de ella? Contemplarla, nada más que eso; o, mejor aún, haber podido mirarla a los ojos sin tener que esconder la mirada. Y a través de ellos, respirar su vivacidad, absorber la energía que irradia.

Y ella, ¿cómo ha debido verme durante todo este tiempo? ¿Cómo un hombre insignificante al que no debe tener en cuenta? ¿Cómo un viejo triste que espía a la mujeres de reojo? Sin embargo, ni siquiera eso soy. Acaso un cadáver flotante, un ahogado que gira y gira en un remolino hediondo del río de la vida.

Ahora, mientras me desplazo en el autobús vacío, la imagino de aquí a treinta años, subiendo a un autobús como este, camino de su trabajo.
La veo dando los buenos días tras la caja de un supermercado, velando bebes en un parvulario o domeñando adolescentes de bachillerato, atendiendo el teléfono mientras teclea en el ordenador o mordiéndose las uñas en la cola del paro, girando y girando en un remolino lento y viscoso del río de la vida.
¡Pobre muchacha! La mirada cansina, los dientes manchados, los hombros caídos, el vientre inflado, las piernas cubiertas de hiedra envenenada, los tobillos hinchados con las tres minúsculas huellas de gata desdibujadas…


lunes, 18 de junio de 2012

LAS PALOMAS REVOLOTEABAN A SU ALREDEDOR (2000)




LAS PALOMAS REVOLOTEABAN A SU ALREDEDOR

Durante años, desde mi ventana, he contemplado el paisaje más cercano. Auroras liberadoras, mañanas grises, mediodías soleados o impregnados por la melodía de la lluvia. Un oasis en la dureza del trayecto agotador. Voluntariamente agotador. Tras el empeño de vivir varias vidas en una.
Desde lo alto, contemplo un horizonte de casas viejas, un antiguo barrio obrero. Viviendas sencillas, minúsculas, de planta baja, piso y patio con un rosal o un arbolito en el fondo. Y pequeños bloques de pisos acurrucados. En esos mundos viven gentes que miran hacia la vida tras los cristales o que arrancan las hojas muertas de los geranios.
A veces, de tanto mirar y mirar, me abstraigo y repaso mis errores, mis oportunidades perdidas, mis ilusiones lejanas, mis pequeños fracasos. O grabo y regrabo en mi conciencia las pruebas de la maldad y estupidez de las personas que rigen los destinos del mundo.

Durante años, desde mi ventana, he contemplado el perfil inmutable de las montañas y los cambios lentos del paisaje urbano. Por ejemplo, los de aquella casa en la que, domingo tras domingo por la mañana, veía a un hombre trabajar en su terraza. En la época de la que os hablo, construyó, plácidamente, ladrillo a ladrillo, un gran cobertizo. Después, trajinó en el interior, supuse que levantaba algunos tabiques, que enyesaba las paredes o que... No sé.
Quizá, mucho antes de residir yo aquí, ya aquel hombre habría construido la casa entera con sus propias manos. Primero, habría levantado las paredes y la fachada, luego habría instalado las vigas y los listones para la cubierta y por último había colocado las baldosas revistiéndola. Siempre con la misma actitud calmosa. Quizá…
Hacia el mediodía, como una rutina, contemplaba un rato su obra y luego se sentaba y leía un periódico mientras las palomas revoloteaban a su alrededor.
¿Vivía solo? Nunca vi a nadie que subiera a la terraza, ni para hablarle ni para contemplar sus progresos en la obra. No sé…
¿Cómo sería la cara de aquel hombre? Entonces me la figuraba de rasgos fuertes, de mirada enérgica y al tiempo sosegada, pero desde mi ventana sólo distinguía con precisión la blancura de sus cabellos. Tal vez nos cruzásemos distraídamente cada mañana, camino de nuestros trabajos, o los sábados por la tarde, de paseo por las anchas avenidas, ensimismados, sin reconocernos.

Durante semanas — quizá fueran algunos meses— no me preocupé de lo reiterado de su ausencia. «Es lógico», pensé al advertirla, «¿no habrá acabado ya con todo cuanto hubiera proyectado tiempo atrás?»
Y pasaron los meses —quizá fueran algunos años— hasta que un día vi señales inequívocas de que en la casa se estaban realizando obras, grandes obras.
«¿Dónde estará, qué se habrá hecho del hombre de la terraza?», me preguntaba mientras veía trabajar a albañiles y pintores.
El gran cobertizo se convirtió en un estudio, sus pequeñas ventanas se transformaron en un amplio ventanal, las persianas verdes de madera fueron sustituidas por otra de tonos acerados.
Ahora, allí donde trabajaba de manera minuciosa el hombre de las palomas, vive ahora una pareja joven y arrogante. Los domingos por la mañana, incluso algunos de invierno, se les ve tomando el sol en la terraza.
Cuando anochece, a veces, aún los veo exhibir su esbelta desnudez tras la gran cristalera. Allá lejos.

domingo, 17 de junio de 2012

ROPA VIEJA (2012)



Quinto Congreso de la CNT, 1979


Allí vivió Padilla, en esa esquina, en una de aquellas típicas casas baratas. No era suya, no, él no tenía nada propio, aparte de un poco de ropa vieja.
Entonces no había avenida, sino dos calles estrechas y solitarias separadas por las vías del tren. Aquí, en esta otra esquina, había un bar y, ya fuera verano o invierno, siempre había un policía vigilando desde la barra y aún así…
Qué pocos le recuerdan ahora. Mientras otros se instalaban cómodamente en Toulouse y se peleaban por convertirse en paradigmas de la fidelidad a los principios, él volvió al interior en cuanto pudo, a la lucha verdadera.
La lucha en el taller, en las calles, en el frente, en la resistencia… contra el capataz, contra la policía, contra los pistoleros de la patronal, contra el ejército rebelde, contra las tropas de ocupación alemanas y de nuevo contra la policía, contra todos los enemigos de la humanidad doliente, contra toda injusticia que pudiera sufrir cualquiera de sus semejantes.

Se instaló en una ciudad lejana, donde no pudieran reconocerlo. Así pasó unos meses hasta que, de manera inevitable, perdió la libertad, y con ella también a una compañera cansada de esperarle y a un hijo que casi no conocía y que necesitaba un padre cercano y protector. ¿Podría decir sin temor a parecer vejatorio que, al fin, Padilla quedó a solas con su verdadera pasión? Quizá. ¿Por qué debe extrañarnos que alguien se deje guiar por un sentimiento ancestral? Tal vez seamos nosotros los extraños cuando aceptamos que todo se reduzca a la forma de vida que nos ha sido impuesta.

Al cabo de unos años, al salir de la cárcel, volvió a Grisalla y su casa se convirtió en un lugar de referencia tanto para los pocos que aún se atrevían a intentar plantar cara al régimen, como para los emisarios que llegaban de Francia, pero también para los odiosos miembros de la Secreta.
Y pasaron años y más años, entregado a la causa, moviendo los hilos, urdiendo la trama, y volvieron tiempos de relativa libertad y, de repente, se encontró en el centro de una vorágine de viejos y nuevos compañeros, algunos dispuestos a servir y otros a medrar en una organización de crecía de forma desmesurada y parecía convertirse de nuevo en una fuerza poderosa.
Pero estorbaba, sí. ¿Erraron quienes afirmaban que no sabía adaptarse a la democracia, que ya no era el hombre adecuado para encabezar la organización, que sólo sabía actuar en la clandestinidad? Quizá no, pero… ¿por qué hubieron de recurrir también a la calumnia?

Ahora, en el lugar donde conocí a Padilla, se levanta un bloque de pisos que ocupa el espacio de cinco o seis de aquellas casas, y justo dónde estaba la habitación en la que le encontraron muerto una madrugada de hace treinta años, hay ahora la entrada del aparcamiento de un centro comercial cercano.
Si cierro los ojos, aún le veo. Como la última vez, viene caminando hacia mí por la vieja calle polvorienta con los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada enérgica y una media sonrisa amarga en el rostro.

Los coches entran y salen, y los conductores tienen impreso en sus caras el gesto de cansancio propio de quienes sufren un mundo en el que se vive deprisa, demasiado deprisa, en el que las vidas enloquecen y giran y giran, encerradas en una ruta circular que no lleva a ningún destino. Si se detuvieran, acostumbrados como están a esa rutina, les asfixiaría el gran vértigo. Si dejara de pensar, no es un ningún secreto, escucharía los latidos de su angustia reptando entre jirones de soledad.


viernes, 15 de junio de 2012

GOVERNATS PER SAPASTRES I PILLARDS (2012)





Fa unes setmanes el ciutadà Jordi Pujol va fer unes declaracions al Diari de Terrassa. Una de les coses que va dir —en relació amb l’adhesió d’Espanya a la unió monetària de la Unió Europea l’any 1992— és aquesta: «Los alemanes ya me lo advirtieron. Nos da miedo una cosa, me dijo Theo Waigel, que era ministro de Hacienda alemán, ustedes no son serios. Y tenía razón».
I quanta raó té també Jordi Pujol quan diu que tenien raó. Prou bé que ho sap ell que a Espanya no som seriosos, de primera mà ho sap, al menys pel que fa a Catalunya.
¿A quin país seriós una persona a la qual s’acusa de falsejar el balanç d’un banc, d’assignar grans sobresous als consellers del banc quan es tenen grans pèrdues, de realitzar inversions irregulars i de ser responsable d’«una gestión imprudente e incluso desastrosa» —en paraules de l’Audiència de Barcelona—, de repartir beneficis suposats entre els accionistes quan en realitat es pateix un gran dèficit... en lloc dimitir dels seus càrrecs polítics i posar-se a disposició de la justícia, s’amaga rere la bandera nacional i es presenta amb èxit com a víctima d’una conspiració?
¿A quin país seriós és possible que els mitjans de comunicació diguin que no es vol pagar el peatge a les autopistes catalanes perquè els diners aniran a Madrid, quan saben prou bé que la majoria de les autopistes de pagament catalanes van ser promogudes pel govern de Jordi Pujol i que el seus beneficis van a parar a la caixa d’Abertis, una empresa propietat de La Caixa, que té com a president a un home molt, però que molt proper al rovell de l’ou convergent?
¿A quin país seriós un partit que s’omple la boca de sobiranisme i independentisme permet que el seu màxim dirigent, quan arriba al govern, nomeni consellera de Justícia una persona que va comparar les consultes populars sobre la independència de Catalunya amb els homenatges a terroristes bascos?
¿A quin país seriós la televisió controlada per un partit que ha eliminat els impostos de successions i patrimonis a les rendes més elevades, mentre tanca o deteriora hospitals i escoles públiques, té el cinisme d’organitzar una marató contra la pobresa?
¿A quin país seriós es descobreix que la vicepresidenta del govern ha mentit sobre el seu nivell acadèmic —deia que era llicenciada i en realitat no havia acabat la carrera— i no dimiteix immediatament ni és destituïda?
¿A quin país seriós un govern que constantment ens recorda que «Madrid ens roba» 20.000 milions d’euros, tolera i encobreix que el frau fiscal dels empresaris evasors fiscals catalans és de 16.000 milions?
¿I què dir del cas Millet-Palau de la Música? ¿És propi d’un país seriós que un partit sigui acusat de finançar-se gràcies a una trama corrupta i que al fundador d’aquest partit només se li acudeixi dir en un mitjà de comunicació, en to amenaçant, que val més oblidar-se del tema perquè si es remou «tots farem una mica de ferum»?
Té molta raó el ciutadà Pujol, no vivim en un país seriós, més aviat sembla que vivim en un país governat per sapastres i pillards amb la complicitat d’un poble que, en bona part, calla i ho permet!

(Publicat a Catalunya-Papers, juliol de 2012.)


miércoles, 13 de junio de 2012

IMMIGRACIÓ, MENTIDES I DRETS HUMANS (2012)



Xavier Miserachs, «Inmigrantes cerca de la Estación de Francia» (1962).


Les dues darreres dècades Espanya ha viscut una allau d’immigrants, de gent d’altres països vinguda per millorar el seu nivell de vida. Fins aquí res de nou, les migracions per raons econòmiques són un fenomen habitual a la història recent de la humanitat: els immigrants es desplacen fins a una zona en creixement econòmic i obtenen el treball que no troben a casa seva, però gairebé sempre viuen una situació d’irregularitat i vulnerabilitat que fa que, en relació amb els autòctons, el seu salari sigui més baix i que els seus drets socials siguin ignorats.

Tampoc és nou que per aconseguir que siguin sempre una mà d’obra barata i dòcil cal que se’ls mantingui el màxim de temps possible en un estat propici a la submissió i la invisibilitat. Sens dubte, amb aquest objectiu, les forces polítiques majoritàries de l’Estat Espanyol van establir que els immigrants estiguessin com a mínim dos anys en situació d’irregularitat abans d’obtenir el permís de residència. Mentrestant poden patir en qualsevol moment una detenció arbitrària i ser reclosos en un tètric Centre d’Internament d’Estrangers, però fins i tot després d’haver regularitzat la seva situació segueixen patint assetjament i hostilitat constants, per exemple: quan se’ls assenyala veladament des dels mitjans com a responsables de la manca de cohesió social o se’ls estigmatitza per la seva parla, la seva religió, els seus costums o el seu aspecte.

De tota manera, les circumstàncies canvien i ara mateix, en aquests moments de greu crisi econòmica, els immigrants destorben a les forces de l’oligarquia. Si no se’ls considerava del tot persones quan eren útils, ara que ja no se’ls necessita se’ls tracta gairebé com a andròmines. Cal allunyar-los i, per aconseguir-ho, s’utilitzaran totes les estratègies. Una, per exemple: negar-los el ple dret a la salut. La reforma de la Llei d’Estrangeria implica que els prop de 500.000 immigrants residents de manera irregular a Espanya no podran utilitzar bona part dels serveis del Sistema Nacional de Salud.

Aquest atac explícit a un dels drets humans fonamentals, sota la forma de restricció d’accés a la sanitat pública, també comporta, implícit, el missatge que els problemes de la sanitat pública provenen del malbaratament provocat per l’abús dels immigrants. Però no són els immigrants qui han destruït l’Estat del Benestar, al contrari, van venir per contribuir amb el seu esforç a mantenir-lo i per gaudir dels seus fruits, no són els immigrants qui estan esmicolant el teixit social i condemnant les generacions futures a un món despietat que, atemorits, ens imaginem molt semblant al retratat per Dickens a les seves novel·les.

Res de nou, la demagògia populista dels nostres governants repetirà les mentides de sempre abans que reconèixer que immigrants i autòctons som per igual víctimes de les polítiques neoliberals, de la manca de serietat i la incompetència dels polítics professionals, de l’ambició desmesurada de la gran indústria i del desvergonyiment de banquers i especuladors financers.

(Publicat  Diari de Terrassa, juny de 2012)