El capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura del hombre unidimensional. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, sometido a lo que manda la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil. Débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, fanático de los deportes y los estadios, devoto del dinero y partidario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas pequeñas, tonto, necio, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, sin memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y con algunos rasgos de la manera de ser que define un fascismo ordinario. Constituye un socio ideal para cumplir su papel en el vasto teatro del mercado nacional, y luego mundial. Este es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se alaban actualmente. (Michel Onfray)


sábado, 18 de enero de 2020

PRESOS Y PRISIONES (2019)



PRESOS Y PRISIONES

¿Presos políticos? ¿Políticos presos? Este desacuerdo en la calificación de los independentistas catalanes encarcelados ha sido motivo de debate. Pero... ¿importa el orden de estas palabras? Para mí, en absoluto, porque la palabra fundamental de este par de expresiones —y sobre la que debemos centrar nuestra atención— es esta: presos.

Pensemos en los presos, en todos los presos, es decir, en personas privadas de libertad, separadas de manera forzada de sus familias, amistades y círculos sociales, personas a las que —bajo el pretexto de disuadirlas de cometer actos contrarios al bien común o de reeducarlas para reinsertarlas a la sociedad— se castiga de manera inhumana y se les produce un daño de difícil curación, tanto físico como psicológico.

Puede que alguien conciba la cárcel como una institución degradante cuando se encierra a unos políticos que, según su criterio, han sufrido un trato injusto, ¿pero no es cierto tal vez que una gran parte de los presos sociales también sufren un trato injusto, ya que son personas con discapacidades  intelectuales o psíquicas, o que proceden de familias desestructuradas o de contextos de pobreza y marginación? ¿No somos todos responsables, al menos en parte, que en nuestra sociedad no se haga nada o casi nada para evitar que estas personas cometan delitos? ¿Podemos aceptar de manera despreocupada la existencia de las cárceles hasta el día que afecte a un familiar o amigo nuestro? ¿Podemos seguir ignorando los problemas sociales que conlleva el capitalismo? ¿Si no hay justicia social, puede ser justa la Justicia?

¿Y qué decir de la situación de aquellas otras personas que se han equivocado una sola vez, que han cometido un primer delito en un momento de ofuscación? ¿Qué se debe hacer? ¿Recluirlas en un lugar que Piotr Kropotkin definió como la universidad del crimen, el lugar donde se mezclarán —quizás sólo a la espera de su primer juicio— con delincuentes expertos?

¿Qué hacer con y para las personas encarceladas? Hace muchos años un compañero de más edad me dijo: «Cuando triunfe el comunismo libertario, cuando desaparezca el sistema capitalista, desaparecerán las cárceles y nadie será preso en ellas». Por supuesto, ¿pero qué tenemos que hacer mientras tanto? ¿Debemos esperar de brazos cruzados a ese futuro impreciso?

Quizás haya quien crea que la cárcel es una institución degradante, pero necesaria e inevitable; pero en otras épocas también debían parecer necesarios e inevitables los suplicios como recibir azotes en público y a continuación ser paseado por las calles y escarnecido; las ejecuciones públicas en la hoguera, la horca o por decapitación ofrecidas como espectáculo; las mutilaciones y los desmembramientos; la exposición en lugares de paso de los cadáveres de los reos o de sus miembros descuartizados ... y, por fortuna, todas estas atrocidades han desaparecido en nuestras sociedades y nadie las echa de menos.

Creo que es posible plantearse un proceso de abolición de los encarcelamientos en que, en una primera etapa, se redujeran de forma progresiva los ámbitos delictivos que conllevan condenas de privación de libertad. Se podría empezar por los delitos contra el patrimonio y los socioeconómicos —que constituyen un tercio de todos los que se cometen en España— si a las personas condenadas se les aplicara como correctivo la realización tutelada de trabajos para el bien de la comunidad o de las personas victimizadas, una opción que podría ser realmente rehabilitadora si de manera paralela se ejecutaran políticas encaminadas a conseguir la disminución de las desigualdades sociales y un reparto justo de la riqueza.

Es cierto, sin embargo, que cuando estos delitos socioeconómicos los cometan especuladores o políticos y empresarios corruptos resultará más difícil conseguir su rehabilitación, ya que de ninguna manera podemos atribuir la motivación de su comportamiento delictivo a la necesidad, sino a la ausencia de valores éticos.

Un colectivo de personas encarceladas a quien en un buen número se podría evitar la privación de libertad sería el de las que tienen enfermedades mentales, en las  que la causa de su conducta conflictiva se encuentra en su trastorno mal tratado. Si se tiene en cuenta que el 10% de los presos del Estado tiene alguna afección mental, no resulta tan extraño pensar que se podría reducir su número si de manera previa fueran atendidos por un sistema sanitario público de calidad.

Y cuando se tratase de personas con comportamientos violentos que hayan derivado en delitos de lesiones o de violencia de género, para evitar reincidencias, se debería intentar corregir su comportamiento mediante una asistencia psicológica rehabilitadora, intensa e individualizada.

Está claro que hay ocasiones en que, por el contexto y la desmesura de un tipo de delito, podemos pensar que quienes lo cometen difícilmente pueden ser rehabilitados: genocidio, asesinato en serie, trata de seres humanos, agresión sexual reiterada, delito de lesiones agravado por alevosía y ensañamiento, terrorismo de Estado o violencia grave indiscriminada, crimen organizado ... naturalmente, ¿por qué negarlo? En estos casos, no parece existir una alternativa ni fácil ni inmediata, pero incluso así, ¿por qué no intentarlo?

Finalmente, sugiero un primer paso hacia la abolición de las cárceles que, por supuesto, sería el de la prevención mediante el refuerzo de la responsabilidad de las familias —sobre todo si se las liberase de la lacra de la explotación, la precariedad y las jornadas laborales extenuantes— en la educación en valores éticos de los menores, de la implicación en este mismo sentido de la gente del vecindario o del barrio y, sobre todo, con el compromiso de la Escuela, una institución que ahora mismo se proyecta cada vez más en función de los intereses de mercado que de las necesidades sociales e individuales.

Jordi F. Fernández Figueras

Versión en castellano de un texto publicado en 
Diari de Terrassa, 15 de enero de 2020, 
i en Catalunya, enero de 2020

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