El capitalismo ha formulado su tipo ideal con la figura del hombre unidimensional. Conocemos su retrato: iletrado, inculto, codicioso, limitado, sometido a lo que manda la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil. Débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, fanático de los deportes y los estadios, devoto del dinero y partidario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas pequeñas, tonto, necio, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, sin memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario, oportunista y con algunos rasgos de la manera de ser que define un fascismo ordinario. Constituye un socio ideal para cumplir su papel en el vasto teatro del mercado nacional, y luego mundial. Este es el sujeto cuyos méritos, valores y talento se alaban actualmente. (Michel Onfray)


lunes, 29 de noviembre de 2010

SOBRE EL APLAUSO (2004)

Sin llegar al extremo del profundo desagrado que me causaban los «bravo» aullados por el público entusiasta al término de la ejecución de una ópera, en mi infancia siempre encontré grotesca la costumbre del aplauso.
Si en las audiciones radiofónicas ya me resultaba extraño ese ruido amorfo que rompe el silencio profundo y agradecido que sucede a una ejecución musical, ¿qué hube de pensar cuando asistí a un concierto por primera vez?
¿Qué se aplaudía? ¿A quién? ¿Al autor de la partitura, al director histriónico que con gesto condescendiente hacía copartícipes del homenaje a los intérpretes, al pianista que robaba corazones? ¿O, más bien, se trataba de competir en la demostración más primaria de ser poseedor de una gran sensibilidad?
Ante las miradas hostiles de los que me rodeaban, motivadas por mi negativa a participar de ese hábito, en mi juventud opté por la renuncia a asistir a ese tipo de eventos. (¿Conoceréis miradas como aquellas, cuya expresión oscilaba —durante el breve trayecto que iba desde mis manos hasta mi rostro— entre la incredulidad y la suspicacia?)
Con la madurez fui perdiendo algo mi temor a esas situaciones embarazosas y, así, hace unos pocos años me dispuse a revivir la experiencia de los conciertos, pese a la amenaza de sus efectos colaterales.
Recuerdo en especial un concierto barcelonés en el que, quienes ignoraron con su cháchara la interpretación de una interesante obra de Robert Gerhard, aplaudieron de pie, de manera prolongada y con vehemencia a un pianista rubito y con zapatitos centelleantes, que acababa de malear —en mi opinión, claro— el Concierto de Grieg. Afortunadamente, tanto era su «entusiasmo» que no tuvieron la ocasión de advertir mi irreverencia y pude librarme de sus miradas infamantes.


En alguna ocasión, le he contrapreguntado, a quien me interroga con desasosiego sobre el porqué de mi postura, qué objetivo le confiere él al aplauso. Las respuestas van desde la que afirma que se trata de premiar a los músicos por su trabajo hasta la que asegura que así se rompe la exaltación intensa que nos embarga .
Inmediatamente —pero en silencio—, me he preguntado, si esa es la lógica imperante, qué impide entonces que el alumnado premie a final de curso el trabajo de determinado profesor con un fuerte aplauso; o qué necesidad tiene el melómano de abortar su emoción.
En apoyo de mi postura, podría mencionar a quienes me interpelan, al menos, las opiniones de dos personajes de relieve.
Glenn Gould —en referencia al cual no hay un juicio unánime  sobre si fue un genial intérprete o un técnico insensible— manifestó en diversas ocasiones su desagrado ante el aplauso de su público. Claro que, citar como autoridad a quien fue calificado en su tiempo como de excéntrico y ha pasado recientemente a ser tildado de enfermo mental o de autista, puede no parecer muy conveniente.
Más oportuno me parecería recabar para la defensa de mi actitud el criterio del poeta Camille Mauclair, quien, en su obra La religión de la música, tras advertir el ensimismamiento, la soledad del intérprete, expresa su rechazo radical del aplauso como el acto paradójico en el que se responde con el ruido al sonido, con la discordancia al acorde, con el escándalo a la armonía. Insatisfecho, convirtiéndose en portavoz de la insatisfacción del intérprete, propone como alternativa que las damas presentes en un concierto, al concluir este, depositen silenciosamente  una rosa sobre el piano cerrado.
¿Por qué no el silencio? Sin rosas ni cortesías ni otras devociones. Cuanto más intenso, más fraterno.
Y dejemos las convenciones grotescas, los entusiasmos ostentosos y los cotilleos sobre los oropeles de aquella señora o los bostezos de aquel señor para los asiduos a los grandes espectáculos embrutecedores o para los protagonistas del circo parlamentario.

1 comentario:

  1. Ninguna revista me aceptó este texto. Sólo una pequeña publicación casi marginal se dignó contestarme: «Ni nos gusta lo que dice ni como lo dice».

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